No estamos sabiendo diferenciar bien
entre la cuestión de justicia del derecho universal a la elección de la propia
forma de vida y la cuestión de las opiniones particulares, basadas en concepciones
plurales acerca de la vida buena, sobre el uso concreto que se haga de ese
derecho. El que yo considere racionalmente que es justo que todos tengan
derecho a elegir su propia forma de vida no implica que a mí me tenga que
gustar vitalmente cualquier uso que se haga de ese derecho.
El
derecho a la elección de la propia forma de vida es un principio normativo de
carácter universal que tiene fuerza obligatoria para todo ser racional; la
valoración que yo haga de los usos concretos de ese derecho se basará en mi
particular concepción de la vida buena, que no se puede imponer normativamente
como algo debido para todo ser racional pero a la que yo tengo que recurrir no
solo para concretar prácticamente mi derecho a la propia forma de vida sino
también para juzgar las opciones vitales de los demás.
La
diferencia a la que estamos aludiendo no es otra que la diferencia,
habitualmente discutida en la filosofía práctica contemporánea, entre cuestiones
de moralidad, referidas a principios
universales de lo justo, y cuestiones de eticidad,
referidas a concepciones particulares de vida buena. Según el uso que algunas
veces se hace de los términos “ética” y “moral” en el castellano coloquial,
habría sido más apropiado, tal vez, referirse a las cuestiones de justicia
universalista como cuestiones éticas y a las cuestiones de concepciones
particulares de vida buena como cuestiones morales, pero la influencia del
vocabulario inglés y alemán ha hecho que en el castellano académico de los
debates filosóficos prácticos se use “moralidad” para referirse a la cuestión de lo justo susceptible de
justificación universalista racional y el término “eticidad” (Sittlichkeit)
para referirse a la cuestión de la vida buena ligada a un modo individual de
ver la vida y el mundo o a la tradición particular de una determinada
comunidad.
Se
ha pensado que la tarea de la filosofía práctica sería la justificación de los
principios “morales” universales, que alcanzarían así una validez incuestionada
en su universalidad y vinculante para todos. Pero el discurso público práctico
también puede consistir en la concurrencia de distintas concepciones “éticas” particulares
sobre la vida buena que tratan de alcanzar, mediante un uso del lenguaje no
demostrativo sino persuasivo por retórico, la hegemonía cultural. Se tiende a
pensar que las concepciones particulares sobre la vida buena tienen que tener
solo una relevancia privada y que el discurso público tiene que reservarse para
las cuestiones “morales” susceptibles de universalización argumentativa. Habría
que diferenciar entre un discurso público político, donde sería obligatorio
referirnos a lo normativo susceptible de universalización, y un discurso
público cultural, donde podrían aparecer concepciones particulares de la vida
buena, que no pueden estar apoyadas en discursos racionales de argumentación
universalista sino solo en un uso del lenguaje que, como decía Aristóteles,
busque no la demostración racional sino la simple persuasión sobre lo que
mediante ese uso del lenguaje puede hacerse más plausiblemente atractivo y
convincente.
Yo
tengo que tener claro que mi concepción de la vida buena no se puede imponer
normativamente pero también es un principio normativo “moral” que yo tengo
derecho a recurrir a ella para que me guste o no me guste, e incluso para
criticar públicamente, las opciones particulares que cualquiera pueda adoptar
en el uso de su derecho universal-racional a la elección de la propia forma de
vida. En el discurso cultural práctico se tienen que poder expresar y criticar las
concepciones de la vida buena, que no pueden justificarse mediante argumentos
racionales demostrativos de su universalidad vinculante normativamente pero
alrededor de las cuales pueden desarrollarse exposiciones retóricas sobre su
conveniencia plausible.
No
se puede limitar el alcance y relevancia de las concepciones de vida buena a
una estricta privacidad individual sino que tiene que ser posible su expresión
y explicación en un ámbito cultural público. Sería un totalitarismo de la razón
comunicativa querer circunscribir el ámbito del discurso público a lo
susceptible de universalización argumentativa o a aquellos elementos de las
concepciones sustanciales de vida buena que pueden servir de apoyo motivacional
para el cumplimiento de principios normativos universales. Tiene que haber un
ámbito de discusión pública no de lo práctico-universalizable sino también de
concepciones particulares que se expresan y se tratan de comprender no mediante
el uso racional-universal del lenguaje sino mediante un uso retórico-expresivo
del mismo. El que mi concepción de la vida buena no sea universalizable
normativamente no reduce a cero su relevancia práctica pública. Hay una
relevancia práctica “existencial” de la convicción privada “monológica” sobre
la verdad de mi propia concepción de la vida buena. Y esa relevancia privada
“existencial” puede ser compartida culturalmente mediante un apropiado uso
retórico del lenguaje expresivo en el contexto de un discurso cultural público
de carácter práctico.
En
última instancia, las concepciones de vida buena pueden estar solo apoyadas en
mi opción perspectivística, dependiente de mi estar situado fatalmente y
fácticamente en una circunstancia personal particular. Pero en la entrada en
liza cultural de mi concepción de la vida buena frente a otras, yo puedo tratar
y tengo que tratar de hacer ver mediante un uso retórico del lenguaje que mi
concepción es la verdadera. Un uso del lenguaje que no podrá ser demostrativo
de la validez universal evidente de mi concepción de la vida buena pero sí un
uso revelador de aspectos de la cosa
misma. Así es como expreso la verdad
existencial de mi perspectiva fáctica y como, además, puedo hacer que alguien
pueda alcanzar la evidencia intuitiva de aspectos objetivos de la vida que
podrían haber pasado desapercibidos en su concepción de partida sobre la vida
buena.
La
restricción del discurso de la filosofía práctica a las cuestiones de
“moralidad” tiene que ver con una concepción de la filosofía según la cual esta
es un discurso dirigido a la transmisión demostrativa de la verdad con el
criterio de universalidad como norma de la evidencia de tal verdad. Una
concepción de la filosofía que la entienda como diálogo de perspectivas donde
la idea regulativa no sea la obtención evidente de la verdad única y universal
sino la expresión y la comprensión de perspectivas es más apropiada para dar
cabida a la discusión, no concluible por apelación a principios universales
evidentes, de concepciones particulares sobre el mundo y la vida. Pero por eso
mismo, una filosofía hermenéutica en sentido “edificante” (por utilizar el
término empleado por Richard Rorty) no puede limitarse a un metadiscurso que
trate de hacer valer el relativismo sobre el objetivismo o el contextualismo
sobre la justificación universal sino que tiene que dar rienda suelta a la
declaración de cosmovisiones, juicios de valor, concepciones concretas de vida
buena y posicionamientos críticos sobre todo ello, que si bien no pueden tener
una pretensión de verdad universal, se tienen que exponer como perspectivas
concretas en las que uno cree como verdaderas. Esas perspectivas concretas no
podrán contar nunca con el apoyo de la argumentación universalista que las
harían normativamente vinculante para todos, pero pueden estar apoyadas, y así
se tiene que querer intentar mostrar, en una evidencia intuitiva, la cual
siempre tendrá que permanecer, en su fuerza última de convicción, privada y “monológica”, pero que se puede
intentar compartir culturalmente mediante un discurso no demostrativo pero sí revelador y dirigido a los “existentes”
y no a la subjetividad o intersubjetividad de los individuos en su pureza
racional desligada por su universalidad de toda situación mundana y vital
particular-concreta.
Habría que ver
también si los principios normativos, racionales en su universalidad, sobre lo
justo no tienen solo un valor negativo, limitador de la acción, en la medida en
que me prohíben moralmente hacer nada que pueda menoscabar esos principios como
constituyentes de derechos subjetivos, mientras que la acción positiva
requeriría siempre recurrir a concepciones de la vida buena que no pueden estar
nunca basadas en el universalismo de la razón pura práctica
Pero nuestra
intención en este artículo era solo recordar la diferencia entre “moralidad” y
“eticidad” para así advertir de que el que yo considere justo “moralmente” la
universalidad del derecho a la propia forma de vida no me compromete a juzgar
como buenos y correctos “éticamente” los uso concretos que se hagan de ese
derecho justo. Igual que se dice que el partidario consciente y comprometido de
la libertad de expresión estaría dispuesto a decir: “No estoy de acuerdo con lo
que usted dice, pero daría mi vida por su derecho a decirlo”, el partidario de
la libre elección de la propia forma de vida podría decir: “Su forma de vida me
parece equivocada y no acorde a un proyecto correcto de vida buena, pero daría
mi vida por su derecho a elegir esa forma de vida”. Igual que yo puedo ser
consciente de la corrección “moral” del derecho de toda persona a leer el
periódico que quiera pero puedo pensar que leer determinado periódico es señal
de poca inteligencia o un error en relación al desarrollo íntegro y superior de
la persona, yo también puedo estar a favor de que todos tengan derecho a elegir
su propia forma de vida y que cualquiera que sea la forma de vida elegida se
tengan los mismos derechos civiles que los demás, y sin embargo puedo pensar
que la elección de determinada forma de vida es un error en la medida en que no
contribuye a la consecución de la vida buena, plena y superior. Y si yo pienso
que leer determinado periódico es de idiotas, eso no justifica el que se me
considere un enemigo de la libertad de elección de periódico o que se considere
mi opinión sobre ese periódico como algo moralmente reprobable o que se
considere que tengo una fobia inmoral
a la lectura de ese periódico que atenta contra o dificulta la libertad de
cualquiera para leerlo.