sábado, 12 de octubre de 2019

FRAGMENTO FILOSÓFICO I

Hay que oponer a la razón metafísica auto-centrada, fundacionalista, totalizadora, que domina y somete a los entes violentándolos, no el “juego de los signos”, los “efectos textuales”, el “Acontecimiento” (Ereignis) frente a la presencia sustancial, sino algo tan sencillo como el sentimiento y la pasión, que dan la presencia indubitable de una subjetividad individual que ya no es la subjetividad racional metafísica depredadora de lo ente. Una subjetividad sentida y sentiente   que no es la subjetividad intelectual del conocimiento alumbrada filosóficamente por medio del ejercicio de la abstracción efectuado sobre las funciones lógicas de la facultad de conocer. 
Frente a este sujeto gnoseológico abstracto hay que afirmar un sujeto concreto y vivo, con sangre emocional y vital, como el que Dilthey pedía que se convirtiera en tema de la filosofía frente al sujeto disecado, sin carne y sin sangre, de la gnoseología moderna. La alternativa real al “logocentrismo” ( término ya usado por Ludwig Klages antes que por Derrida) está solo en el vitalismo, no en la metafísica negativa, invertida, de los posmodernos. 
El sujeto vital y emocional ya no puede ser el fundamento de la verdad del conocer objetivo y del mundo para una razón autoasegurada en su dominio de la naturaleza externa e interna al hombre, porque se trata de la individualidad radical que se siente a sí misma como única verdad en su finitud y radical contingencia no metafísica, es decir, como finitud contingente no deducible de ningún principio único omniabarcante de lo real. 
El sentimiento y la pasión sí descubren una verdad cierta no alcanzable por la razón, pero esta verdad es solo la facticidad radical de la individualidad, no ninguna verdad metafísica universal que pueda servir como fundamento último del conocer y de lo todo lo existente. La individualidad sentida en certeza emocional, al sentir y al querer, no dable ni compartible comunicativamente, sino solo vivida en la interioridad incomunicable, es, como sentenció Kierkegaard, la única verdad de la existencia. No hay tal verdad en ninguna “ontología de la facticidad” que conste de “estructuras” universales y necesarias, trascendentales, del comportarse en el mundo. Si se quiere llegar a la existencia, solo podemos toparnos allí con nuestra individualidad e interioridad como única y suprema verdad. 
Esto supone que tenemos que vérnoslas allí con nuestra perspectiva individual inexcusable e ineliminable, no con un abstracto e indeterminado “ser-ahí”. En el intento de dilucidar la existencia con categorías ontológicas que pretenden estar por encima de la perspectiva “óntica” contingente de nuestra individualidad sigue operando el afán metafísico de laminar todo lo individual elevándose a la región de lo universal-intelectual abstracto. El intelectualismo metafísico continúa aquí intacto y no estamos haciendo otra cosa que tratar de aplicar la universalización por abstracción al plano de la vida, con lo que está seguirá escapándosenos y alumbraremos auténticos monstruos ontológicos, al querer unir lo máximamente conceptual-intelectual, el “Ser”, con la concreción sentida de la propia vida y su radical singularidad no conceptualizable. Estaremos llevando la abstracción filosófica a su más desgraciada y desviada expresión, al quererla aplicar lo que se nos da como concreción realísima no categorizable, nuestra individualidad. A la singularidad de la propia vida sentida solo se le puede hacer justicia mediante un nominalismo radical que rechace toda pretensión de hacer ontología de la existencia y también toda pretensión de que lo esencial constitutivo de la vida es la comunicación intersubjetiva. 
Yo me siento como singularidad no categorizable e incomunicable, es decir, mi existencia individual la siento con certeza absoluta que no puede ser ni comunicada en su sentirse ni incluida en ningún sistema ontológico.

Con esto acaba toda filosofía y solo queda el silencio, pero no el silencio wittgensteniano que solo deja lugar a la representación figurativa del mundo y niega la capacidad de sentir el yo real y concreto y su interioridad, sino el silencio del sentimiento de la propia individualidad encerrado en su interioridad, que vive absolutamente la verdad de sí misma, la verdad de su existencia pura, como verdad única y suprema.