Jesús de Nazaret fue un profeta
apocalíptico judío mesiánico-político de corte davídico que creyó en la
inminencia de la llegada del Reino de Dios a la Tierra o a su pueblo.
Jesucristo es una construcción mitológica postpascual de la comunidad de
creyentes de los primeros cristianos. Que sea un mito no quiere decir
simplemente que sea mentira, pues el mito es expresión de los deseos y
aspiraciones más enraizadas del alma humana y de su estructura psicológica
profunda y lugar privilegiado de lo esencial humano. Que sea una Revelación es
otro cantar. Como dice el por otro lado poco recomendable, por ser teórico del
racismo, H.S. Chamberlain, yerno de Richard Wagner, “los mitos no son
simplemente un recurso para salir del paso y llenar lagunas, aquí y allí, sino
el elemento fundamental que lo informa todo”. O como también ha sido expresado
por el filósofo existencialista Karl Jaspers: “El mito es, pues, el lenguaje
inexcusable de la verdad trascendente. La creación del auténtico mito es el
verdadero esclarecimiento. Este mito alberga dentro de sí la razón y se halla
bajo el control de la razón. Por medio del mito, por medio del símbolo y la
imagen, adquirimos nuestra conciencia más profunda del límite”.
El autor moderno que más ha
insistido en la importancia vital y política del mito ha sido Georges Sorel
(gran admirador de la Iglesia católica como institución, por cierto), el
ingeniero sublime como yo le llamo, creador de lo que podríamos llamar un
marxismo irracionalista antiintelectualista, antipacifista, antiprogresista y
antirreformista, que veía en la lucha sindical obrera de su tiempo, con su mito
de la huelga general, ante todo un revulsivo contra la decadencia burguesa. Para Sorel un ejemplo histórico de la fuerza y grandeza del mito
estaba representado por el movimiento triunfante de los primeros
cristianos.