sábado, 22 de febrero de 2020

VUELTA AL HUMANISMO BURGUÉS CLÁSICO (Quinta entrega)

VI

La médula de la ideología del pequeñoburgués filisteo que ha reemplazado al burgués culto como figura social dominante está en el cientificismo y el tecnocratismo. Este núcleo ideológico del pequeñoburgués le compele a pensar que es la obtención de medios de vida útiles y agradables aquello de lo que depende su realización vital. Y la consideración de los medios técnicos como moralmente neutros le crea al pequeñoburgués filisteo la ilusión de que la solución al problema ecológico está no en la crítica de la técnica en sí misma y en la renuncia a muchos de los medios destructivos en sí mismos que ella ofrece, no en un decrecimiento económico radical que lleve a una destecnificación del mundo, sino en un uso bienintencionado de la misma y “sostenible”. Pero aunque esto último sea viable como solución y en ello esté la única alternativa realista a la destrucción de la naturaleza, la tecnociencia produce daños espirituales, o si quiere culturales, que, aunque más difíciles de percibir para el hombre normalizado de “sentido común”, son en realidad más graves. La tecnociencia no se limita a imponernos medios, por lo general destructivos, sino que también impone unos fines y formas de vida caracterizadas por el “materialismo” práctico consumado y por el constante descenso de la sensibilidad por lo humano espiritualmente superior, cuyo valor no puede ser medido por la mentalidad utilitarista limitada que la tecnociencia expande por la sociedad juntamente con sus medios. La tecnociencia y la formación científica producen filisteísmo porque echan a perder la capacidad para la comprensión culta y sensible de lo humano. Esta comprensión requeriría una primacía en la educación de una sólida, rigurosa y profunda formación humanística, educación que hoy no existe principalmente por una orientación decisiva y esencial de la educación hacia la especialización profesional, que relega las humanidades a complemento y ornamento “cultural” y no las considera en serio como la sustancia de la formación superior de la personalidad. Tal vez no haya que echar la culpa de esta errada concepción y transmisión de las humanidades a la tecnociencia, sino a una decadencia habida en el seno de las propias humanidades, que, como decía alguien, han pasado a ser consideradas en su efectividad cultural popular como un recurso para jugar al Trivial Pursuit o para participar en los concursos televisivos de “saber y ganar”, mientras que en la cúspide académica han sucumbido a la especialización inocua y funcionan basadas en un remedo de la cientificidad de los especialistas tecnocientíficos. 
Pero el caso es que nuestro pequeñoburgués filisteo y cientificista es incapaz de percibir que es en la capacidad de comprensión de lo humano donde se halla el ámbito de la consecución de la excelencia y la plenitud vitales, y no en el disfrute de mercancías tecnológicas útiles y agradables. 
Para luchar contra esto es necesario rechazar todo “armonismo” entre formación científica y formación humanística, y defender una formación pura y clásica en humanidades. Para la compresión de lo humano y para la sensibilidad hacia ello no hace falta ninguna “cultura científica”, ni tampoco ninguna “tercera cultura”, rótulo este bajo el que suele ocultarse el intento de imponer una cultura dominada por reduccionismos cientificistas, sino una cultura de humanidades planteada seriamente, esto es, vertebrada por el aprendizaje filológico, principalmente de las lenguas clásicas, y por la elevación de la historia y de la literatura  a materia de reflexión filosófica. Frente a esto todos los saberes tecnocientíficos tienen un carácter instrumental no formativo de la personalidad y puede prescindirse de ellos sin mayor problema. Hay que recuperar la idea de formación ( Bildung) noble de la personalidad, que es ajena a la servidumbre espiritual del ilotismo tecnocientífico, imbuido en su misma esencia metodológica de un afán de dominio, control y aseguramiento de lo conocido que no representa, pese a lo que digan los adalides del humanismo científico, nada valioso de forma humana superior. Basta ya de tanta mala literatura y de tanto falso humanismo sobre el valor “cultural” de la tecnociencia y sobre la “creatividad” y uso imaginativo y no mecánico del intelecto que requería el trabajo en ella. La tecnociencia es mera “razón calculadora”, servidumbre espiritual e ilotismo intelectual, al menos en las condiciones de la “ciencia normal”, que es la única que existe mientras no surja en ella algún genio revolucionario (cuya recepción por el científico normal tendrá siempre también un carácter de práctica convencional y mecánica ) y no tiene nada que ver con la comprensión culta y sensible de lo humano. En lugar del “armonismo” de la idea superficial de la “unidad de la cultura”, hay que adoptar una actitud beligerante contra las  pretensiones de valor humano cultural y espiritual de la tecnociencia. Esta no es precisamente un mero instrumento que pueda ser usado a voluntad en un sentido u otro, con unos fines u otros, por el hombre, sino que moldea y orienta toda nuestra experiencia, es constitutiva de mundo y de experiencia, pero de lo que se trata es de luchar por reducirla precisamente  a un mero instrumento que podamos usar ( si se quiere, con la famosa “serenidad” heideggeriana) sabiendo que lo esencial, valioso y auténticamente humano se encuentra en otra parte y que lo verdaderamente formativo de la personalidad ella no lo puede ofrecer. 
Como señaló magistralmente el profesor José Luis Pinillos en su libro “El corazón del laberinto”, no ver la profunda diferencia fundamental, “categorial”, que separa a las Humanidades de las ciencias y reivindicar su armonía cultural es puro cientificismo que trata de disimularse mediante una “superficial idea de unidad de la cultura”. Pinillos ejemplifica esta diferencia fundamental entre”ciencias y letras” en la oposición entre Montaigne y Descartes. El humanismo representado por el primero se oponía a una razón de la naturaleza que tenía que ser de aplicación “universal, inmutable y eterna”, inclinándose con ello el humanismo hacia un pluralismo de lo humano que se avenía mal con la modernidad instrumentada por la ciencia, la modernidad representada por Descartes. Esta modernidad científica, que habría que separar radicalmente de la modernidad humanista , compuso un modelo de conocimiento determinista “inconciliable con toda consideración de índole moral o subjetiva”. Esto significó, nos dice el profesor Pinillos, “el abandono de la retórica en aras del análisis formal de cadenas de enunciados; lo general (...) se antepuso a lo particular; se acentuaron los planteamientos abstractos en contra del análisis de las cosas particulares, y, por último, se dio preferencia a las fórmulas intemporales frente a las históricas”.
Se trataría ahora, según nuestra propuesta, de recuperar esta modernidad humanista frente a la modernidad científica. Hay un humanismo “clásico” ( o “viejo”, como se le llama en el interesante libro de José García Gisbert titulado precisamente “Sobre el humanismo viejo”) que no tiene nada que ver con una supuesta metafísica hiperinflacionaria de la subjetividad filosófica abstracta, sino que se mantiene en un plano estrictamente cultural y literario que siempre ha sido escéptico, como nos señala Garcia Gisbert, con respecto a toda metafísica especulativa del sujeto o del no sujeto. Y también hay que distinguir cuidadosamente ese humanismo “viejo”, lo que se hace meritoriamente en el libro citado del profesor Garcia Gisbert, del racionalismo práctico ilustrado que toma la forma de un humanitarismo filantrópico. 
El valor concedido a lo humano por esta tradición humanista “clásica” puede ser entendido en un sentido meramente cultural pragmático sin englobarlo en un metarrelato histórico-ontológico sobre el errado desarrollo de Occidente, marcado por “la metafísica”. Se trataría de recuperar esta tradición no filosófica del humanismo “viejo” para oponerla a la modernidad tecnocientífica, en lugar de una superación “in toto” de la modernidad como pretenden los que hacen solidario al humanismo del imperio de la tecnociencia, porque en ambos, según ellos, anidaría la misma hipertrofia metafísica de la subjetividad, en un antropocentrismo que estaría en la raíz de todos los males de la modernidad, descalificada en su conjunto. La reivindicación de la modernidad humanista reprimida y fracasada por el avance de la modernidad científica tiene más virtualidad de efectividad cultural que poner toda la modernidad bajo el signo de “la metafísica”, que significaría dominio y explotación del ente como manifestación práctico-real del “olvido del Ser”, según nos cuenta la Vulgata heideggeriana. Si la superación de la actitud de depredación tecnocientífica y de sometimiento de lo humano a planificación manipuladora o a su abandono al craso relativismo de las “opiniones” salidas de los “gustos” inmediatos y espontáneos de “la gente” radica en una una “rememoración del Ser” que remedie el “olvido del Ser”, nos tememos que la superación de los males, ecológicos y espirituales, de la modernidad se quede para siempre en un asunto para cenáculos de profesores, por muy “poetizante” que se pretenda esa rememoración. Además ¿qué puede significar esa “rememoración” si no es una simple conciencia inactiva de que los entes pueden dársenos en múltiples y diversos “modos de darse”, diferentes del “modo de darse” tecnocientífico, pero teniendo que esperar centurias o milenios a que el “Ser”, que sería algo así como un fondo inagotable e indisponible de donde “saldrían” esos “modos de darse, tenga a bien “enviarnos” ( o como se diga) un nuevo “modo de darse” los entes? Esto se le reprochó a Heidegger, por ejemplo, en su famosa entrevista póstuma para la revista Spiegel. 
En esa misma entrevista Heidegger terminó invocando a “poetas y pensadores” que den testimonio de la situación de crisis de magnitud superior, ontológica podríamos decir, en la que nos encontramos. Pero esos “poetas y pensadores” sólo pueden brotar de una educación humanística que, como hemos visto en Pinillos, sea estrictamente opuesta a la formación tecno-científica. Nadie puede creer en serio que los “poetas y pensadores” que necesitamos vayan a surgir de un academicismo especializado en el arcano metarrelato filosófico de “la metafísica” como esencia de la modernidad que haría que todos sus aportes, los humanistas y los científicos, fueran igualmente errados. 
La única alternativa culturalmente efectiva al tecnocratismo y al cientificismo está en el humanismo burgués, y dejémonos de gaitas y metarrelato antihumanistas que solo están al servicio del prurito de originalidad vanguardista filosófica de los profesores obligados por su elitismo a complicar los problemas culturales mundanos. 
Para que la apelación a ese humanismo burgués no se quede en un sentimentalismo psicologista o en una (seudo)filosofía kitsch lo que hay que hacer es esgrimir los contenidos artísticos y literarios concretos de la tradición burguesa de la “gran cultura”. El peligro de degradación del humanismo a trivialidad psicologista ideológicamente complementaria del dominio social y cultural de la tecnociencia existe realmente, pero la tradición culturalmente grande de la sociedad burguesa tiene suficientes contenidos de valor espiritual superior como para poder sortear ese peligro, en el que generalmente caen pequeñoburgueses que desconocen el “canon” literario y artístico de la cultura burguesa. El psicologismo humanista sensiblero es también fruto de una decadencia pequeñoburguesa de la tradición humanista y no un elemento inherente a ella. Leamos a los clásicos latinos, griegos y renacentistas que hablan de la humanidad del hombre pleno y auténtico, y no a Erich Fromm o a derivaciones suyas de “autoayuda” todavía más degradadas. 
Frente al cientificismo tecnocrático hay que decidirse a afirmar que la realización humana verdadera y plena tiene su medio auténtico en la tradición humanista de la “gran cultura”. Y ello no supone encerrarse en una limitación “etnocéntrica”, sino la posibilidad de abrirse a todo lo que es estéticamente y vitalmente valioso, procedente de cualquier cultura en sentido etnográfico. Y sin duda que la opción personal a favor de la “gran cultura” y de todo lo que es bello y noble posee un valor moral que un falso malditismo de ciertos creadores avanzados y progresistas, que luego resulta que están llenos de la moralina de lo políticamente correcto, quisieran desterrar totalmente de la cultura artística y literaria. 
La crítica del mundo tecnocrático, si quiere ser efectiva culturalmente, si quiere ser algo más que un fenómeno académico “esotérico”, necesita recurrir al llamamiento cultural a una realización humana esencial que no puede ser proporcionada por la formación científica, ni por ninguna “cultura científica”, ni por ninguna “tercera cultura”, sino tan solo por la formación de una sensibilidad culta a través de los contenidos artísticos y literarios de la “gran cultura” burguesa. 
Al nihilismo al que ha conducido el desencantamiento científico del mundo no le podemos oponer ni “nuevos valores” moralmente problemáticos e históricamente revelados como peligrosísimos (aunque el nietzscheanismo tenga su campo legítimo de aplicación en las “relaciones psicológicas” de la vida de realización personal privada que queda “más acá” de lo ético y de lo político de la esfera pública de convivencia y comunicación justas) ni tampoco le podemos oponer un estar a la espera de un “acontecimiento” que cambie el “modo de darse” las cosas para el hombre, sino solo el espíritu que ha demostrado su concreción y su efectividad en la multitud de obras artísticas y literarias excelsas de la época burguesa. 
Esta alternativa que proponemos supone desde luego un “esencialismo” de lo humano auténtico y de la auténtica realización humana que también ha sido atacado por la misma vanguardia filosófica académica que ataca al humanismo. Pero el desprecio profesoral hacía tal “esencialismo” humanista solo es un recurso para afianzar el elitismo académico, incapaz de la incidencia en el mundo cultural de las ideas socialmente vigentes. El “anti-esencialismo” es solo una moda vanguardista de cierta intelectualidad académica instalada sin posibilidad de enmienda en el nihilismo anti-espiritual, por más que ella declare su intención de superar el nihilismo, cuya causa ella pone de manera simplificadora en “la metafísica” bajo cuyo desgraciado signo estaría toda la modernidad burguesa sin más distingos ni matizaciones. Pero la metafísica “esencialista” no es nihilista, lo son quienes se empeñan en renunciar a toda idea normativa de humanidad auténtica y de realización auténtica del ser humano. En realidad los “anti- esencialista” no hacen otra cosa que sacar las últimas conclusiones del nominalismo que, precisamente, se ha desarrollado en la modernidad al amparo de sus nuevos planteamientos científicos. 
En su vertiente práctica política el “anti-esencialismo” solo puede conducir al maquiavelismo de quienes lo esgrimen interesados en lanzarse a la arena de la lucha del politiqueo partidista. Si no hay esencias de valor que poder esgrimir frente a las apariencias triunfantes en el mundo, desaparece toda posibilidad de crítica normativa de lo existente y todo queda reducido a ver quién es más listo, a ver quién emplea mejor la racionalidad estratégica calculadora, para moverse exitosamente entre las apariencias dadas. Esto es en resumen el “anti-esencialismo” político, por mucha palabrería vanguardista posmoderna con la que se recubra en su renuncia a establecer un sujeto de la emancipación humana entendida como realización verdadera de la esencia humana. En el artículo de Herbert Marcuse “Sobre el concepto de esencia” se defienden las virtualidades críticas y dinámicas del concepto de esencia, en relación a la realización de las potencialidades liberadoras que anidarían en la misma realidad objetiva, y se acusa al rechazo de tal concepto de positivismo quietista y afirmador de las apariencias falsas y opresivas de lo dado inmediato.
Pero es cierto que el sujeto y la autenticidad de la realización humana plena ya no pueden apoyarse en un discurso filosófico fundamentado de manera últimamente asegurada. Ni una metafísica de la “razón objetiva” con fundamento en un orden real sostenido por Dios, ni una filosofía de la historia que aseguraría la realización progresiva de la razón en la realidad pueden, con su dogmatismo imposible de justificar con evidencia “fenomenológica” o intersubjetiva-consensual, servir para garantizar que lo afirmado como esencial auténtico no es producto de una valoración ética subjetiva o de la simple imaginación “utópica”. Y la objetividad de lo afirmado como esencia tampoco puede ser justificada por un materialismo que habría descubierto las potencialidades de la esencia como tendencia histórica objetiva. Ya no podemos creer, por lo fácticamente acontecido en la historia, en tendencias objetivas hacia la liberación como realización de lo auténtico esencial frente a las “malas” apariencias sociales. Solo queda presentar al sujeto de la liberación y a su realización auténtica como un “como si” desde la decisión individual por una verdad no demostrable intersubjetivamente pero que se afirma como tal desde el convencimiento vitalmente y culturalmente suficiente de la creencia y el sentir personales. Afirmar la propia perspectiva, autopercibida en su facticidad no universalizable, como superiormente culta, como la perspectiva verdadera y no darle más vueltas a su imposible fundamentación filosófica, pero sin renunciar escépticamente a ell; he ahí la vía de salida del nihilismo anti-espiritual que defendemos aquí: una decisión personal por la verdad de lo que se siente y se cree.
Tanto Stirner, como Kierkegaard, como Nietzsche, como también Sartre se percataron en sus respectivas filosofías de que cuando la verdad única fundamentada universalmente (para todos por igual) en su validez objetiva normativa desaparece, lo único que queda es el individuo con sus pretensiones de verdad no universalizables ni asegurables teóricamente de manera fundamentada por una evidencia válida para todos. Pero el individuo no es una decisión existencial por encima de toda legalidad ética (Kierkegaard), ni una psicológica voluntad de poder soberana (Nietzsche) ni una conciencia que en su nada sustancial está obligada a querer gratuitamente (Sartre y también Stirner, recuérdese cómo termina este último su libro “El único y su propiedad”: “ He fundado mi causa sobre nada”), sino que el individuo es una sustancialidad psicológica que le sitúa fatalmente en una perspectiva personal, fáctica, no universalizable, pero que le impone unos contenidos de creencia y sentimiento que él no puede negar de ninguna manera, que constituyen una “verdad subjetiva” que él está condenado a creer y sentir sin fundamento y sin principios justificadores y aseguradores de su validez universal. 
En la “gran cultura” burguesa está la verdad de la realización humana, está es nuestra verdad perspectivística personal sobre el tema que nos ocupa. Esto no lo podemos demostrar filosóficamente, pero lo afirmamos como verdad porque lo sentimos y lo creemos y nos decidimos a ello con el sacrosanto interés de salir del nihilismo. Esto será siempre un “como si”, pero olvidémonos de ello y proclamémoslo como verdad sin más. Esto es pretender soñar olvidándose de que se sueña, pero es la única alternativa que queda al nihilismo, si la única verdad que se puede defender estando despierto es la verdad materialista y anti-espiritual que impone culturalmente la tecnociencia, la verdad del desencantamiento total del mundo. 
Hay que defender como verdadero lo útil para la vida del espíritu, para el engrandecimiento noble y bello de la vida, pero olvidándonos ( y esto es algo que, inevitable y desgraciadamente, ya no estamos haciendo aquí) de que esto es un “como si” y proclamándolo como lo verdadero sin más en un sentido dogmático pero limitado a un pragmatismo vital, sin alcance de normatividad universal ético-política, es decir, como verdad que hay que luchar culturalmente por propagar pero que no puede ser impuesta como deber ético o político-jurídico. 

En la próxima sección continuaremos con la discusión sobre el humanismo, centrándonos en su relación con el pensamiento ilustrado, y volveremos también a la cuestión de la justificación pragmática vitalista y personalista de la validez cultural de ese humanismo como medio de la realización humana auténtica. 
 


martes, 11 de febrero de 2020

VUELTA AL HUMANISMO BURGUÉS CLÁSICO (Cuarta entrega)

V

Veíamos en la entrega anterior que la tendencia social dominante no va en el sentido de una extensión democrática del valor cultural espiritual, sino que más bien produce la desaparición progresiva de la minoría privilegiada que hasta ahora había podido gozar de él. 
¿Puede detenerse e invertirse esta tendencia por medio de la intervención política y social, de tal manera que incluso el disfrute del valor superior espiritual pase de ser un privilegio social  a ser una posesión del pueblo? 
La respuesta afirmativa requeriría la verdad de la existencia de una disposición universal, o al menos bien repartida, para tal valor en los hombres. Ha sido una idea aportada por el cristianismo la que hace referencia a una posibilidad de realización humana superior y plena existente en todos los hombres por igual, y, como es natural, el cristianismo en su dogmática particular entendía esa realización en un sentido teológico, como salvación trasmundana, como posibilidad de todos los hombres de llegar a la contemplación de Dios en el trasmundo. Esto no quiere decir que el cristianismo haya afirmado que todos los hombres poseen iguales capacidades psicológicas o axiológicas, pero la realización humana plena ya no es considerada por él como algo reservado a una minoría social privilegiada, libre del trabajo servil y de la búsqueda de bienes mundanos, por ejemplo en la figura del filósofo, sino que es algo al alcance de todos. 
Frente a esta idea de origen cristiano, nos encontramos con la posibilidad contraria de que la realización humana superior sólo pueda presentarse como privilegio de una minoría sostenida por una masa de hombres sometida a la servidumbre económica de la necesidad de producir materialmente la vida. Esta idea se puede encontrar en Nietzsche: no ha habido cultura superior que no haya exigido la existencia de una masa de trabajadores serviles excluidos de ella. El materialismo histórico habría dicho que “el desarrollo de las fuerzas productivas” habría hecho ya posible la supresión de esa exigencia, si de acuerdo a ese desarrollo se establece una organización socialista del trabajo que permita convertirlo en colaboración entre todos para la satisfacción de las necesidades, dejando de existir como imposición para obtener el beneficio privado mediante la fabricación de mercancías. Pero el socialismo, para que significara una real liberación con respecto a la servidumbre económica y no un mero cambio en la titularidad de la propiedad de los medios de producción, requeriría la superación de los principios económicos axiológicos de desarrollismo, productivismo y primacía social de los valores de lo útil y lo agradable, y eso implicaría la fijación autoritaria de un sistema de necesidades materiales de la gente reducido al mínimo para dejar tiempo y energías disponibles para lo “espiritual”, para la cultura autentica y superior. El “comunismo de la abundancia” en el que creía Marx seguiría implicando la dedicación preferente de la gente al mecanismo productivo de bienes de consumo y al sistema burocrático de su distribución, que ahora en el socialismo tendrían que funcionar sin el sistema autorregulado del mercado. La creencia en ese “comunismo de la abundancia” viene o venía dada por la simplista esperanza en un maquinismo que nos libraría totalmente o en gran parte de la necesidad de trabajar. Pero las máquinas eliminan ciertas modalidades manuales de trabajo pero las sustituyen por otras modalidades “tecnológicas” no menos serviles y esclavizantes que el trabajo manual tradicional, sino seguramente más. Además el sistema de organización burocrática del sistema productivo y de distribución no sería algo sencillísimo, resoluble por un trabajo equivalente al de un empleado de correos, como decía Lenin, sino algo que exigiría una dedicación laboral intensiva y prolongada, que no permitiría la reducción drástica de la jornada de trabajo. Que yo sepa el llamado “socialismo real”, que no era precisamente un comunismo de la abundancia pero que se preocupaba por mantener elevada la productividad, no pudo significar una reducción drástica de la jornada laboral.           
Según esto, el socialismo no podría consistir en una sustitución del “gobierno sobre las personas” por la “administración de las cosas”, sino en un cambio del principio axiológico rector de la sociedad, y ello requeriría una dictadura sobre el sistema de necesidades de la gente. Esto iría contra el reconocimiento legal de los derechos y libertades del hombre, de la “libertad negativa”, que ya es una conquista irrenunciable de la humanidad y cuyo no reconocimiento legal la historia nos ha mostrado que conduce a la criminalidad política más ominosa. 
El socialismo solo cumpliría una función espiritualmente liberadora si impusiera la austeridad en lo referente a lo útil y agradable (decrecimiento económico) para dejar tiempo y energías psicológicas libres para la realización y disfrute de los valores superiores de la cultura. Un socialismo productivista y desarrollista no conduciría a la liberación con respecto a la servidumbre económica, como la historia nos ha mostrado, sino solo a que su carrera por “la riqueza” material se desarrollará en peores condiciones económicas que bajo el capitalismo. Pero el socialismo espiritual liberador requeriría, como hemos dicho, una fijación autoritaria del sistema de necesidades que estaría en contradicción con la idea ya irrenunciable de “libertad negativa”, de fijación autónoma y libre por parte del individuo de sus fines de vida y de su forma de vida. 
El socialismo, además, solo facilitaría las condiciones negativas, la liberación de tiempo y energías psicológicas, necesarias para una democratización del valor, no implicaría su extensión positiva al conjunto de la población. La gente no se dedica espontáneamente al “libre desarrollo de la personalidad” porque tenga resuelto el problema económico, a diferencia de lo que pensaba Marx tal vez llevado por una confianza roussoniana en la naturaleza humana. Pero la naturaleza del hombre no tiende por sí misma al refinamiento cultural ni bajo el capitalismo ni bajo el socialismo sin más. La espontaneidad natural del hombre es más bien afín a la barbarie y conducente a ella. La irrupción de esta barbarie en el escenario social a causa de una democratización cultural que no modifica las tendencias espontáneas del hombre, sino que las erige en modelo de vida, bajo la forma de dominio social del hombre-masa, es lo que ha producido la decadencia y práctica desaparición del tipo humano del burgués culto.
Se podría pensar que existe en todos los hombres una potencialidad para la cultura que puede ser actualizada si se da para todos ellos una influencia adecuada del medio en el que se desarrollan como individuos. Ahora bien, la intervención en el medio para que este  sea realizativo de la cultura superior es una cuestión más difícil y problemática de lo que pensaron los ilustrados. No se consigue tal influencia culturalmente positiva del medio con un filantropismo pedagógico, sino que exige más bien una intervención autoritaria y basada en ideales tradicionales de jerarquía, disciplina, sumisión y abnegación impuesta sobre los individuos. 
Convertir a los individuos del pueblo en hombres culturalmente superiores requeriría tal intervención pedagógica autoritaria por parte de un poder estatal ético y no neutral axiológicamente que chocaría de nuevo, igual que la imposición del socialismo espiritual, con los principios políticos liberales que se han hecho irrenunciables por el aprendizaje moral de la humanidad, que nos ha enseñado que el quebrantamiento de esos principios liberales de convivencia y comunicación justas lleva a crímenes y desastres ominosos sin fin. La producción social del hombre culto llevaría a poner una “eticidad” autoritaria de la vida buena por encima de las exigencias “morales” de justicia, que imponen universalmente y categóricamente la igualdad de derechos y libertades de todos, lo cual sólo podría llevar a un avasallamiento “inmoral” de los individuos a transformar en cultos o producidos como tales. Y hay que abandonar toda ilusión pedagógica sobre la posibilidad de producir el hombre culto mediante una intervención pedagógica compatible con el Estado liberal y democrático de Derecho según los principios de de una educación humanitaria y basada en una influencia moderada en sentido filantrópico sobre los individuos a educar. La producción del hombre culto requeriría, sin necesidad de llegar a la eugenesia, una crianza del hombre superior, como hubiera dicho Nietzsche, mediante una intervención drástica autoritaria en el medio social de los individuos. La idea de la posibilidad de un Estado ético, cultural y pedagógico en sentido cultural-humanista hay que abandonarla completamente por peligrosa moralmente y por delirante en el contexto consumado e incuestionado de la política liberal, que por buenas razones de aprendizaje moral histórico es irrenunciable y necesaria para la convivencia justa en el medio social, de hecho pluralista sobre los modos de entender la vida buena, sin ya posible remedio.  
Además de todo esto, la construcción de un socialismo espiritual como base material de un Estado ético, cultural y pedagógico productor del hombre culto no podría ser resultado de ningún mecanismo material de la historia (aunque ese mecanismo tuviera un carácter “dialéctico”), sino que tendría que ser resultado de una auténtica irrupción del espíritu en  la historia. Pero es difícil de concebir cómo se podría producir esa irrupción pasando por encima de la tendencia natural de la especie al aumento del poder material basado en los valores económicos de lo útil y lo agradable. Se requerirían condiciones materiales que vencieran la “impotencia del espíritu” para imponerse en la realidad por sí mismo. Pero aquí se formaría el irremediable y fatídico círculo consistente en que  la formación de esas condiciones materiales requerirían de una previa intervención del espíritu en la historia. Con esto volvería aparecer el problema de quién educa a los educadores ,que Marx creía solucionado por el mecanismo dialéctico de la historia impulsado por el “desarrollo de las  fuerzas productivas”, que en Marx parece como si estuviera determinado naturalmente. 
Por tanto, lo más fácil es que la irrupción del espíritu en la historia no se produzca nunca y la especie humana, como especie biológica determinada por la ley natural de lucha por la supervivencia, siga siempre su curso hacia la consecución de mayor poder adaptativo, hasta que el planeta y sus recursos aguanten, sin que nunca pueda imponerse como principio axiológico social la realización de una humanidad plena en sentido cultural superior. 
Después de esta discusión sobre el socialismo y la posibilidad de producir políticamente una humanidad espiritual superior, que nos ha llevado a la conclusión de que estos objetivos tendrían un coste moral no asumible, aparte de que no pueden estar asegurados por ninguna garantía de realización histórica, pasaremos a examinar en la próxima entrega la crítica filosófica que se ha hecho del humanismo (cuyo sujeto histórico nosotros hemos personificado en el burgués culto) como parte del problema de la Modernidad a solucionar y no como su remedio.    


sábado, 8 de febrero de 2020

VUELTA AL HUMANISMO BURGUÉS CLÁSICO (Tercera entrega)

IV

En cuanto a los contenidos axiológicos del humanismo burgués, hay que señalar su vinculación esencial con la idea de autoformación culta de la personalidad. Esta idea alcanzó su rango filosófico en el idealismo clásico alemán, concretamente en Hegel, al ser desarrollada como idea de un proceso de objetivación en el mundo por parte de la subjetividad, en el que la progresiva autoconciencia significa un aumento de la libertad real, objetivada en el mundo efectivo, del individuo. 
Pero ha sido frecuente, al menos por nuestras latitudes nacionales, que estos valores de la formación culta de la personalidad, de procedencia claramente ilustrada, estuvieran mezclados en el burgués clásico con valores espirituales de origen pre-moderno y pre-ilustrado referidos a una dependencia ideológica con respecto a una tradición religiosa confesional. Sin negar valor propiamente espiritual, no “ideológico”, a estos valores religiosos, que podían facilitar, a pesar de su carácter confesional dogmático-ritual, un correcto acceso a la sensibilidad para el problema de lo sagrado, nosotros queremos aquí dar prioridad en la figura reivindicada del burgués clásico a su adscripción a los valores seculares de la cultura formativa de la personalidad. El arraigo religioso y también el patriótico producen en la personalidad una calidez humana totalmente ausente de las personalidades progresistas. Pero ahora, en este contexto de reivindicación del burgués “clásico”, nos interesan más los valores que, como decíamos, tenían un claro signo ilustrado, ligado a las ideas de autoconciencia, autodeterminación y autonomía críticas de la subjetividad, aunque ello no tiene por qué significar que su asunción tenga que ir acompañada por una renuncia a la percepción y disfrute de los valores de lo sagrado. Y tomamos estos valores aquí de una forma estrictamente “fenomenológica” sin tener que asumir aquí su carácter “metafísico” revelado o suprahumano. Es decir, consideramos lo sagrado como algo que es dado a la receptividad espiritual humana para los valores en múltiples modalidades y posibilidades, sin entrar en la discusión sobre su origen estrictamente humano o su posible procedencia sobrenatural. Un poco en la línea de Eduard Spranger en su libro “Formas de vida”, consideramos como religiosa cualquier actitud consistente en la percepción de realidades de la experiencia dotadas de un máximo valor que no puede ser destruido por consideraciones subjetivistas o cientificistas. 
Pero tanto la idea ilustrada-humanista de cultura como su vinculación religiosa hacían conjuntamente que el burgués clásico tuviera una ideología vital no materialista y no relativista. Los que piensan que la modernidad es esencialmente nihilista y conduce irremisiblemente al nihilismo se encuentran aquí con la dificultad de que el tipo humano producido por la madurez histórica de la modernidad no ha sido nihilista. Nihilista es más bien la podredumbre y la decadencia de la Modernidad, su disolución, pero no el momento “clásico” de su madurez histórica. 
Ciertos posmodernos piensan que precisamente el carácter no nihilista de la Modernidad sería responsable de que en ella haya habido un dogmatismo siempre inclinado a la violencia y la explotación, y que, por tanto,el nihilismo sería la buena nueva de la época posmoderna superadora de las verdades espirituales “fuertes” de la Modernidad. Pero pintar al burgués clásico como una figura “fundamentalista” violenta y opresora es una falsedad evidente que solo puede responder a un interés en superar, por afán de emancipación “materialista”, los valores de ese burgués clásico. Por la operación de meter en el mismo saco la época de las cosmovisiones dogmáticas premodernas y la época de la modernidad humanista, que estarían ambas igualmente marcadas por “la metafísica”, se atribuye a la sociedad burguesa “clásica” la posesión de una noción violenta y excluyente de verdad, cuando la Modernidad lo que ha hecho ha sido ir eliminando progresivamente la violencia de los modos premodernos de establecer la cohesión social mediante una verdad dogmática. De nuevo aquí Michel Foucault, lanzando su atractiva retórica relativista contra la modernidad burguesa e ilustrada, ha seducido a muchos para que vean en la Modernidad un cambio en los modos de disciplinamiento de la población, que los hace más sutiles más efectivos y más íntimos, pero que no supone ningún progreso moral frente a la pre-Modernidad. Por muy atractiva que sea esta retórica desmitificadora del progreso moral moderno, no es posible que nadie, ni siquiera los intelectuales académicos que disfrutan de los privilegios que la modernidad ofrece a su saber elitista y dotado de poder de autoridad social universitaria, crea verdaderamente en ella. 
Pero volviendo al burgués “clásico”, examinemos algunas consecuencias que para su valor humano espiritual tenía su no materialismo y su no relativismo. Por ejemplo y para situarnos en un nivel más concreto y de menos carga de crítica filosófica que la de los últimos párrafos, su no materialismo le evitaba al burgués clásico el caer en esa preocupación obsesiva que hoy el pequeñoburgués filisteo siente por la salud física, muy atenta de manera cientificista a lo que la ciencia diga sobre el cuidado del cuerpo y sobre la bondad del deporte, y también por la “felicidad” psicologista, a cuya prédica es a lo que ha quedado reducida la efectividad cultural popular de las ciencias humanas. De esta última preocupación por una felicidad entendida en un sentido subjetivo hedonista ( lo que ha sido llamado por Gustavo Bueno “felicidad canalla” en su libro “El mito de la felicidad”) el burgués “clásico” se veía salvado por su no relativismo, que le hacía creer en un ideal objetivo de realización humana, basado no en la consecución de goces y comodidades preferidos subjetivamente, sino en la consecución de unos fines de vida determinarles objetivamente como deseables para el ser humano en busca de realización objetiva. Pero no se olvide nunca que aquí hemos reconocido que la ideología del burgués “clásico”,en concreto su no materialismo y su no relativismo, ya no es fundamentable filosóficamente y solo cabe defenderla pragmáticamente por sus consecuencias culturales, como una ideología que evitaba el desolador triunfo social del nihilismo, que si nos vuelve menos reprimidos para el goce, también ha producido de una manera evidente para el hombre interesado en las realizaciones culturales históricas una decadencia feroz de la calidad y valor espiritual y vital de las producciones artísticas y literarias. ¿O es que realmente se puede comparar la cultura estética del siglo XX y lo que va del XXI a la magnificencia y valor de nobleza y belleza y relevancia moral de la producción estética del XIX? Hacerlo así solo puede responder a un snobismo vanguardista ciego para el valor. 
Se dirá que la ideología del burgués “clásico” no tenía su centro en una idea de cultura como medio de la formación ética, estética y vital superior de la personalidad, sino en su preocupación por un “amar y trabajar” normalizados y socialmente funcionales y exitosos. Pero el burgués clásico, al menos en su reconocimiento ideológico, siempre ha reservado un lugar de honor para la cultura de las humanidades, y antes de que se extendiera  la cantinela de que “la ciencia también es cultura” ha entendido a esta fundamentalmente en el sentido de una cultura de lo literario, lo artístico y lo filosófico. El burgués clásico ha tenido claro lo que no tienen claro hoy loa adalides de la “cultura científica”: que lo que se refiere a los medios del simple vivir no puede pertenecer a la misma categoría de valor que lo que desarrolla y especifica los contenidos de la vida buena como fines de una existencia humana auténtica. 
Pero en relación al carácter subordinado de la cultura en la vida del burgués tradicional con respecto a sus intereses familiares y profesionales, hay que recordar que, sin duda a causa de sus privilegios sociales y “patriarcales”, el burgués superior tradicionalmente ha tenido tiempo libre suficiente para su formación cultural. Ha sido el hundimiento de esos privilegios lo que ha provocado que el burgués culto haya tendido a la desaparición y a ser sustituido por un pequeñoburgués inmerso en preocupaciones materiales relativas a la resolución de las tareas domésticas del seno familiar y a la competitividad corrosiva en lo referente al mantenimiento y defensa de su competencia profesional. Esto habrá supuesto un cambio progresista y superador de situaciones injustas ( como la del rentista o la del padre de familia que delegaba en su mujer todo lo relativo a la crianza de los hijos y al mantenimiento del hogar) pero ha tenido un coste altísimo en pérdida del nivel cultural  burgués medio. El gran burgués tradicional que podía vivir como rentista o como gran propietario despreocupado de la competencia mercantil y sin dedicarle ni un minuto a la labores domésticas era más culto que el pequeñoburgués, más progresista o progresado, que vive totalmente ocupado en la “conciliación” de su vida profesional con la vida familiar y sus labores hogareñas, y que en su vida profesional se ha visto obligado a convertirse en un negociante, en un competidor o en un experto sometido a “formación continua” para estar a la altura de la tecnoburocratización de lo que antes eran “profesiones liberales”. La democratización igualitaria y la tecnificación del capitalismo han provocado, junto a lo que podemos llamar un paso del capitalismo de propietarios al capitalismo de negociantes, un fatídico descenso del nivel cultural burgués.  El capitalismo no ha creado una clase minoritaria “propietaria de los medios de producción” cada vez más ociosa, sino que su complicación burocrática y técnica ha implicado cada vez más a la clase propietaria en los negocios y en el sometimiento a la servidumbre con respecto a lo económico.  

Esto nos lleva a pasar ahora a examinar la cuestión relativa a si, en contra de la tendencia mencionada, es posible una democratización del valor espiritual mediante alguna forma de cambio social y político. A ello dedicaremos la próxima sección. 


jueves, 6 de febrero de 2020

VUELTA AL HUMANISMO BURGUÉS CLÁSICO (Segunda entrega)

III

Tenemos que admitir, por todo lo dicho anteriormente, que nuestro juicio de valor sobre el presente como una situación de decadencia y degradación espiritual no puede ser presentado como principio de una “filosofía del presente”, sino que presupone una perspectiva personal socialmente situada que no puede aspirar a su universalización comunicativa consensual. A los muchos que, a pesar del daño natural ecológico infringido de manera ya harto evidente por la sociedad moderna hiperavanzada, en lo que respecta a lo “espiritual” ven en el presente una edad de florecimiento cultural, por la ingente producción de mercancías artísticas, literarias y académicas que hay hoy, y de apertura de grandes posibilidades humanas, por los adelantos técnicos de información y comunicación, no podemos oponerles ninguna filosofía. Ni una “fenomenología”, que daría una experiencia originaria concreta dotada de validez “lógico-teórica”, ni una “historia del Ser”, un metarrelato autoelevado a regiones ontológicas de validez igualmente universal, ni mucho menos una “filosofía de la historia”, que tendría que apoyar su validez en una filosofía especulativa de la realización de la razón en la realidad del mundo, pueden convertir lo que es un diagnóstico perspectivístico, en sentido psicológico e ideológico al mismo tiempo, en una “filosofía del presente” con validez universal justificada por fundamentación última. Estamos solo en el terreno opinable de los juicios de valor sobre contenidos vitales y culturales, acerca de los cuales no puede haber discurso universal con evidencia certificable en el acuerdo intersubjetivo al que, por su propia pretensión de verdad, tendería ese discurso. 
No queda más remedio que admitir que solo estamos haciendo un diagnóstico personal del presente que solo puede justificarse pragmáticamente como relevante para la comunicación si de hecho encuentra en otros, pocos o muchos, su reconocimiento cultural. Lo personal no es filosófico, pero es la “verdad subjetiva” que hay que luchar por hacer relevante culturalmente, por comunicarla para que pueda ser compartida por la singularidad de los que también la asuman como su verdad existencial. 
No solo el filósofo, sino también el hombre común niegan valor teórico a lo personal. Pero aquí defendemos, con Kierkegaard, que lo personal-psicológico es lo más valioso en general que existe en el mundo, y con Ortega defendemos lo personal-perspectivístico como órgano de captación de la verdad vital, parcial pero inexcusable existencialmente. Con esto no caemos en el relativismo “tolerante” del “todas las opiniones son igualmente respetables”, sino que nos decidimos por la necesidad de convertir la propia opinión en respetable y relevante a través de la lucha cultural, en la que hay que hacer aparecer a otras opiniones como menos relevantes y respetables que la propia. Pero siempre manteniendo la conciencia de que se trata de eso, de lucha cultural retórica y no de demostración filosófica de la verdad universal de la propia posición. 
Pero prosigamos nuestro camino no filosófico, abandonando todo escrúpulo de pretensión universalista asegurada de verdad, solo con pretensión incierta de relevancia cultural. Y para ello debemos defender y concretar la idea de cultura que hemos asociado a la figura del burgués “clásico”, que a su vez hemos contrapuesto a la figura hoy dominante del pequeñoburgués inculto filisteo.A la figura del “homo oeconomicus” burgués pero sin la cultura humanística de gran estilo propia del burgués “clásico” es a quien llamamos aquí pequeñoburgués filisteo.  
Hoy muchos objetarán que la figura del burgués “clásico” se sostenía ideológicamente sobre un humanismo culto y liberal en el sentido superior de su apertura a la comprensión no prejuiciada pero selectiva de lo humano en la pluralidad de su capacidad de autoinvención histórica, pero que realmente tal figura estaba posibilitada socialmente por unas condiciones materiales condenables moralmente como condiciones capitalistas, colonialistas y patriarcalistas de dominación. 
También puede surgir la objeción referida a que lo que nosotros hemos llamado la figura del burgués clásico es algo que no ha existido nunca realmente en la sociedad moderna. La nostalgia de lo representado por esta figura, un humanismo enriquecedor del individuo en un sentido liberal superior por su capacidad de comprensión de lo humano, sería fruto de una ilusoria idealización de las clases superiores de una sociedad capitalista temprana, donde en realidad sólo habría dominado un “individualismo posesivo” y no una cultura de la formación superior de la personalidad. 
Empezaremos ahora la discusión sobre la primera objeción, sobre la acusación de ideología lanzada sobre el humanismo burgués clásico.
Es cierto que toda posición humanista exige que se tome postura a favor de la posibilidad de determinar normativamente la autenticidad y plenitud de lo humano, como realización de la esencia humana. Una crítica “izquierdista” ( o si se quiere socialmente preocupada) de este esencialismo, debe ir dirigida contra la no realización socialmente democrática de esta esencia humana, pero no contra los contenidos de valor superior en sí mismos de dicha esencia. Si no, se cae en una crítica resentida de los valores humanamente superiores por parte de aquellos que no pueden captarlos y realizarlos. Para un “izquierdismo” no resentido esos valores espirituales y vitales deberían ser considerados como valores que tienen que ser puestos a disposición de todos por la modificación de las condiciones sociales que impiden que la mayoría de la población pueda acceder a su reconocimiento y disfrute. 
Pero el materialismo que el “izquierdismo” activo de hecho históricamente ha tenido a bien establecer como su base ideológica cosmovisional ha levantado la veda de la crítica de esos valores superiores como valores “relativos”, “etnocéntricos”, “ideológicos”, y ha impedido que la crítica se dirigiera a lo que podemos llamar la mala distribución de su vivencia entre la población. Es a una crítica social no materialista ( a la que no tenemos ningún inconveniente en que se le retire el certificado de “izquierdismo”) a quien corresponde no la destrucción nihilista de los valores espirituales ( en el más amplio sentido de esta calificación), sino la reivindicación de una justicia distributiva en su vivencia, en su captación y disfrute. El burgués culto “tradicional” no es que viviera engañado y engañando con valores falsos, meramente encubridores de la explotación, sino que vivía con un privilegio axiológico  que habría que democratizar, convertir de privilegio en posesión democráticamente generalizada. Pero en la tradición marxista ha podido más la fuerza de su materialismo filosófico de base y el resultado ha sido que los vestigios actuales de tal tradición se han fundido totalmente con el relativismo nihilista antiespiritual que ve en los valores burgueses tradicionales solo mentira e impostura interesadas. 
No obstante, en este punto habría que considerar la cuestión de si tal democratización es posible, de si existe una igualdad axiológica espiritual de los individuos que permita que todos, dadas unas condiciones sociales favorables, podamos acceder a la vivencia de los valores superiores del humanismo.  Hay que examinar también si, por decirlo con el lenguaje del materialismo histórico y dando por cierta esa igualdad, “el desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas” permite ya la democratización del valor superior hasta ahora nunca alcanzada en la historia. Pero antes debemos intentar concretar el contenido de esos valores superiores que constituyen la herencia clásica burguesa del humanismo. Dejamos todas estas cuestiones para la próxima entrega de este escrito. 


lunes, 3 de febrero de 2020

VUELTA AL HUMANISMO BURGUÉS CLÁSICO

VUELTA AL HUMANISMO BURGUÉS CLÁSICO 
(Primera entrega)


La alternativa al hombre pequeñoburgués cientificista, economicista, “materialista” de sus mezquinos intereses privados y hundido en la más asquerosa barbarie cultural de masas está en la recuperación del burgués clásico humanista-liberal y de cultura abierta a los valores que se descubren en la comprensión de lo humano. Esta comprensión de lo humano axiológicamente fructífera no tiene por qué significar un relativismo disolvente y en última instancia nihilista, sino que puede significar una cultura de valores superiores que permitan el reconocimiento y la simpatía hacia todas las manifestaciones de lo humano donde la existencia encuentra satisfacción, siempre parcial, a la aspiración a la excelencia. 
El burgués clásico albergaba en sí una cierta cantidad de romanticismo alto de miras suficiente para no caer en trivialidades humanitaristas y en una falsa mesura en la percepción de lo humano limitadora de la simpatía hacia lo vitalmente sublime y extraordinario. Pero, a su vez, su mesura clasicista le inmunizaba frente al peligro romántico de caer en el abismo de un irracionalismo maléfico. No obstante, al abrigo de la cultura burguesa clásica podían desarrollarse formas de romanticismo o de irracionalismo vitalista que podían llegar a contar con el reconocimiento e incluso con la simpatía del burgués “clásico”. Y entre esas manifestaciones culturales y vitales no “clásicas” y el “clasicismo” del burgués, grande en sentido cultural, podía establecerse una “dialéctica” fructífera para la profundización y el ennoblecimiento de la vida y de la cultura. Esa “dialéctica” se dio de hecho, en el plano de las manifestaciones literarias y artísticas, durante el siglo XIX, el siglo dominado socialmente por la figura “clásica” del burgués. 
Es indudable que en este tipo de burgués se daba un momento ideológico conservador que le permitía evitar el caer en un relativismo desarraigante y destructor de la solidez social y psicológica de la existencia. Este elemento conservador “de valor” era necesario para preservar al buen burgués culto del nihilismo que es aliado del “materialismo”, con enmascaramiento utilitario religioso o sin él, de la miseria espiritual del pequeñoburgués. Este nihilismo no es ya un espantajo para el pequeñoburgués filisteo resultante como tipo humano dominante de la “rebelión de las masas”, sino que en él como medio cultural se mueve muy bien el “materialismo” y el relativismo, abiertamente progre o disimulado ideológicamente, de este pequeñoburgués filisteo. 
La disposición familiar y profesional burguesa, organizadora “clásicamente” del amar y el trabajar de la sana normalidad humana, es una irremplazable infraestructura de la vida sobre la que puede elevarse una cultura de miras amplias y no limitada en su comprensión de los más diversos y plurales fenómenos humanos. A pesar de todos los cambios en los contenidos y modalidades de la institución familiar y a pesar de toda la complejidad económica creciente de nuestras sociedades, la organización de la vida sobre la convivencia familiar y sobre la dedicación profesional según las exigencias de la división del trabajo no ha podido ser destruida por ningún progresismo ni por ninguna revolución. 
El burgués clásico podía tener formación científica, pero tenía claro que lo esencial se encuentra en la comprensión de lo humano, para lo cual no vale ninguna “cultura científica” sino solo una sensibilidad para los valores y su jerarquía apoyada en una formación de la sentimentalidad superior, espiritual, de la persona. La forma de vida del burgués clásico era sostenida por valores humanistas de idealismo práctico y no por el “materialismo” que, si bien no puede ser deducido de la tecnociencia como corolario filosófico suyo, se expande como la pólvora en el seno de la sociedad dominada culturalmente por esa tecnociencia. En la discusión sobre el posible carácter “ideológico”, en el sentido de “falsa conciencia” encubridora, de ese idealismo humanista práctico del burgués clásico entraremos después. 
Pero esta figura del burgués de gran estilo vital y cultural ha sido tragada por el ascenso de la marea de la barbarie de las masas pequeñoburguesas. Esta marea ha sido el verdadero enemigo del espíritu en la modernidad y ha producido más “normalización” empequeñecedora del hombre que todo el poder psiquiátrico, clínico, carcelario y escolar del mundo burgués clásico. Poder este tan sutilmente y exquisitamente analizado por Foucault, incluso con alcance, al parecer, “ontológico”, de manera que a tantos fascina y también despista. Hay un humanismo burgués clásico que no es ningún “dispositivo” de saber-poder al servicio de la “fabricación del hombre disciplinado”, sino un logro espiritual superior de la humanidad y que cuando tuvo vigencia social supuso la posibilidad de un desarrollo sumamente valioso del individuo. No cabe duda de que al remate de esta figura clásica del burgués humanista ha colaborado notablemente la destrucción del humanismo llevada a cabo por ciertas filosofías del siglo XX, que sin duda parten del Nietzsche más destructivo. Pero este pensador, cuando profetizó sombríamente al “último hombre” y cuando exigía la declaración de guerra de los hombres superiores contra las masas, estaba tomando como objetivo polémico de su filosofar a la nueva figura ascendente del pequeñoburgués filisteo pasivamente nihilista y disfrutador utilitario de comodidades y  miserables seguridades vitales que ya no podía albergar dentro de sí la estrella ideal de las aspiraciones espirituales del humanismo burgués clásico. 
Y debe tenerse en cuenta que la crítica filosófica del humanismo se ha tratado de un fenómeno sintomático aparecido en las altas esferas de la ideología. El verdadero y principal enemigo del espíritu humanista han sido las masas, liberadas en su fealdad y barbarie por un democratismo culturalmente radicalizado más allá de su necesario y justo papel en el funcionamiento viable del sistema político del liberalismo moderno. El filósofo español Ortega y Gasset se encargó de avisarnos del peligro de este democratismo patológico. Hoy es crimen de lesa humanidad democrática reivindicar su legado “elitista”, e incluso según algunos“fascistoide”,  en lo que se refiere a este problema. Pero advirtamos que en ningún momento queremos reivindicar un liberalismo burgués pre-democrático o anti-democrático, sino solo defender una figura cultural de individuo humanista, que si bien creció en determinado contexto político y social que no puede ser el nuestro, podría resurgir entre nosotros, como luego trataremos de defender,  en otras condiciones. Y, además, esa recuperación supone la única posibilidad de encontrar, para el individuo consciente de la decadencia cultural y vital en la que vivimos, una salida de la modernidad en descomposición espiritual.

                                                                         

                                                                          II
Un burgués clásico culto y comprensivo de lo humano de manera liberal superior nos puede estar ejemplificado por don José Ortega y Gasset. Este filósofo español nos muestra cómo un talante liberal-humanista culto no tiene por qué significar un “conservadurismo” estrecho de miras en la comprensión de lo humano, plural en su constante poder de autoinvención histórica, ni tampoco un progresismo democratista en sentido plebeyista que caiga en un filantropismo moralizante superficial o en un nihilismo disolvente de la substancialidad ética de la vida burguesa clásica o disolvente del espíritu, entendido éste como la realidad de ciertos valores morales, cognitivos y vitales, el asentamiento en los cuales permite la comprensión jerarquizante de lo humano. No es cierto que Ortega negara nunca, en su ejercicio efectivo de valorar los fenómenos humanos de lo que sucedía en su época, la existencia de esos valores que permiten el juicio, comprensivo pero discriminativo en sentido jerárquico, sobre lo humano frente a una indiferencia relativista ante ello. No es cierto que con su perspectivismo o con su historicismo Ortega negara los valores del espíritu que permiten el juicio comprensivo pero jerarquizador de lo humano. Esta capacidad orteguiana de juzgar lo humano concreto en sus manifestaciones sociales, culturales y políticas supone la admisión de que existe una verdad axiológica de lo humano. 
“El hombre no tiene naturaleza, solo tiene historia”, pero los valores del espíritu permiten juzgar los fenómenos humanos de la historia, como el propio Ortega bien que lo practicó cuando habló de las masas, de las realidades políticas y culturales de la España de su época o del mundo de su época en general o, incluso, de las mujeres, generalmente tomadas ( tal vez por una incoherencia “patriarcal” suya) en su ser natural y no en su variabilidad histórica.
Como es bien sabido, Ortega defendió explícitamente la objetividad del valor en su famoso texto de 1927 “Introducción a una estimativa”. Este texto creemos que ocupa una posición clave en su producción, pues  su constante juzgar los más diversos contenidos de la cultura española y de su época en general no puede encontrar otro respaldo filosófico que la admisión de una capacidad de intuición del valor objetivo. Pero la imposibilidad de universalizacón de los contenidos de valor intuidos forzó a Ortega a tener que reconocer el perspectivismo como posición gnoseológica inevitable. Es bien sabido también que este perspectivismo orteguiano no tiene un carácter relativista, sino que es un perspectivismo de la verdad que afirma que está se da en “aspectos” cuya captación requiere no prescindir del punto de vista personal sino su asunción en un sentido ético existencial radical. La verdad no requiere que hagamos abstracción de lo personal, sino que seamos fieles radicalmente a ello para poder captar el “aspecto” de la verdad que solo nos puede estar dado a nosotros. Aquí se plantea el problema del criterio para poder saber que el “aspecto” de la realidad que nosotros vemos no es ilusión, desvarío o patología. Ortega parece apuntar a un criterio dialógico cuando dice que nuestra verdad perspectivìstica debe servir para la construcción progresiva de la verdad total a través de su unión comunicativa con la verdad perspectivística de los demás. El criterio buscado, en cualquier caso, solo puede tener un carácter pragmatista en sentido cultural: nuestra perspectiva será válida, aún en su parcialidad, si conseguimos hacer de ella “cultura”, es decir, si ocurre de hecho que alcance una influencia reconocida sobre otros, si alcanza la relevancia del reconocimiento por otros individuos que tengan una mínima significación cultural, aunque sean una minoría social.
A diferencia de lo que ocurre en Ortega, en Nietzsche la pretensión de verdad de sus juicios de valor, tan contundentes, está destruida por su propia concepción filosófica primordial, pues su relativismo de “la voluntad de poder”, que culmina en un nihilismo ontológico, en una negación de la objetividad del Ser, hace que todo juicio no sea sino la expresión de una determinada perspectiva no referida intencionalmente a la verdad, sino que es solo uno de los centros inestables y no substanciales en los que provisionalmente se manifiesta y condensa la “voluntad de poder”, donde lo que hay son solo fuerzas en liza por la dominación vital y no referencia a una sustancialidad y objetividad de lo que acaece, que son negadas por Nietzsche. Por esto, puede parecer perfectamente que la última palabra de la filosofía de Nietzsche es un nihilismo ontológico, cuyo carácter polemista está innegablemente concebido según un modelo biologicista de la lucha entre seres vivos, si bien, a diferencia de lo que ocurre en Darwin, lo buscado por las contingencias  de lo existente no es la adaptación al medio, sino el dominio sobre otras contingencias en las que se manifiesta la “voluntad de poder”. Pero con ese biologicismo polemista montado sobre la negación de la objetividad del Ser, los propios juicios de valor de Nietzsche no pueden quedar como pretendida coincidencia con lo real y tampoco como desvelamiento de lo habitualmente oculto, sino solo como medios de una contingencia personal de la “voluntad de poder”, el propio Nietzsche como centro no substancial de fuerzas en busca del poder, para obtener e incrementar su poder y su sensación del mismo, que a su vez incrementa la intensidad vital autosentida de la fuerza que juzga. 
Pero volviendo a Ortega, hay que señalar que a él le preocupó el problema filosófico de fondo de cómo es posible que las verdades atemporales hagan su aparición en la particularidad contingente de las vidas históricas y personales, pero él no negó que existieran estas verdades que, en su vertiente axiológica, permiten juzgar discriminativamente sobre lo humano. Esto se hace patente en un conocido pasaje de “¿Qué es filosofia?”, también otras veces citado, donde se nos dice claramente que existen verdades universales por atemporales ( a las que, siguiendo la concepción “intelectualista” e idealizante del espíritu propia de la metafísica occidental, podamos llamar con este nombre de “espíritu”),pero que el problema está en saber cómo advienen a la vida psicológica históricamente situada del individuo que las descubre y enuncia:

“no cabe, pues, heterogeneidad mayor que la que existe entre el modo de ser atemporales constitutivo de las verdades y el modo de ser temporal del sujeto humano que las descubre, y piensa, conoce o ignora, reitera u olvida. (...) Pero he aquí que un cierto instante una de esas verdades, la ley de la gravitación, se filtra de ese trasmundo al nuestro como aprovechando un poro que se dilata y le deja paso. El ideal meteorito queda proyectado en el intramundo humano e histórico. (...) Pero esa caída y filtración en nuestro mundo de la verdad trasmundana plantea un problema sumamente preciso que, vergonzosamente, está por investigar. El poro cuya abertura aprovecha la verdad para deslizarse no es sino la mente de un hombre. Ahora bien, ¿por qué tal verdad es aprehendida en tal fecha y por tal hombre, si esta, como todas sus hermanas preexiste indiferente al tiempo? ¿por qué no fue pensada antes o después? ¿por qué no fue aprehendida antes o después?”

Este es el problema que preocupó también a Max Scheler en su sociología del conocimiento, que llega a la conclusión de que hay una “impotencia del espíritu” para hacerse presente por sí mismo en la vida fáctica y temporal, si no se dan contingentemente unas condiciones históricas materiales que lo permitan. 
En lo que respecta a Ortega, podemos sacar la conclusión de que él, como burgués clásico comprensivo de lo humano pero no relativista, no cayó nunca en ningún nihilismo anti-espiritual, no negó la existencia de verdades superiores atemporales, de verdades “del espíritu”.
Otra cosa distinta es que Ortega cuando hacía sus juicios de valor estuviera haciendo realmente filosofía y no un ejercicio retórico de exposición de una perspectiva personal no universalizable ni demostrable argumentativamente en su verdad. Sobre cuestiones vitales e histórico-culturales no puede haber filosofía sino solo opinión personal más o menos bien expuesta como para convertirla en opinión relevante culturalmente y que pueda ser iluminadora para otros. Fuera de la validez puramente formal de los principios universales y necesarios, tanto de la razón teórica como de la razón práctica, solo hay opinión personal perspectivística. Ese es el terreno sofístico y retórico de las luchas culturales, de las luchas por la autoafirmación de las propias perspectivas, pero no es el reino de la filosofía. Los contenidos vitales y culturales quedan más allá de la “forma lógica” de la que puede tratar la filosofía. No hay ni dialéctica, ni fenomenología, ni axiología “material” que pueda romper este límite de la filosofía. Al que quiera defender y autoafirmar su visión sobre los contenidos vitales y culturales solo le queda lanzarse al incierto medio de la lucha retórica y sofística. Y si no tiene éxito en ello, solo le queda el refugiarse en una interioridad que se haga fuerte en sus evidencias vitales no comunicables exitosamente pero elevadas a la categoría de verdad personal, de “verdad subjetiva” que constituye el máximo valor de lo que uno es sin realización ni reconocimiento, pero con convencimiento solitario irrenunciable. Kierkegaard podía tener la seguridad de que su valor propio irrenunciable estaba garantizado, en su propia soledad, por Dios. Si no se tiene a Dios, solo se puede tener una soledad orgullosa, que seguramente solo es vanidad y pecado, pero que puede estar a la espera del Dios que la absuelva y al mismo tiempo la ratifique en su “verdad subjetiva” fracasada en el mundo. Para quien cree en Dios, busca a Dios o necesita a Dios, Dios no puede significar otra cosa que la ratificación objetiva, universal y con ultimidad, de lo que él cree y siente, de su “verdad subjetiva” 
Ortega también acierta cuando sitúa el problema moderno de la degradación cultural de la vida cotidiana en su contexto histórico-social concreto y lo explica como resultado de la “rebelión de las masas”, no elevándolo a ese plano ontológico- trascendental en el que lo sitúa Heidegger cuando en su analítica de la existencia de “Ser y Tiempo” convierte la “caída” en un destino universal y necesario de toda existencia humana. Esta descripción “hermenéutico-fenomenológica” de la “caída” que nos ofrece Heidegger no es otra cosa que la descripción del mundo cotidiano de la pequeña burguesía filistea de la modernidad tardía, en la que se produce el dominio vital y cultural de un tipo de hombre valorable como inferior, el hombre- masa. Frente a esta situación, cuya realidad degradada y despreciable se evidencia en la vida para ciertas perspectivas personales de esas que hemos considerado no universalizables pero que dan una verdad personal irrenunciable y que hay que luchar por hacer relevante culturalmente, frente a esta situación, decimos, hay que oponer la posibilidad de una cultura burguesa  clásica que nos saque de la ”inautenticidad” de la existencia sin necesidad de tener que recurrir a una alternativa “ontológica” planteada en términos existenciales tremendistas, que pueden resumirse en un nihilismo decisionista que pretende el ademán de lo heroico frente al presupuesto sinsentido de la vida humana. 
De la discusión sobre esta idea de cultura burguesa clásica, sobre su supuesto carácter “ideológico” y sobre su viabilidad en las actuales condiciones históricas nos ocuparemos en la próxima entrega de este escrito. 






sábado, 1 de febrero de 2020

DISCURSO DE “LAS CIENCIAS Y LAS LETRAS”

DISCURSO SOBRE “LAS CIENCIAS Y LAS LETRAS”
(Primera entrega)





“La conversación no decaía un momento; la princesa no tuvo que echar mano de las dos piezas de artillería que reservaba para las ocasiones en que no se encontraba tema para charlar: el bachillerato de letras y el de ciencias y el servicio militar obligatorio; tampoco la condesa tuvo ocasión para burlarse de Levin”.

León Tolstoi, “Ana Karenina” 




El tema de “las dos culturas”, planteado en términos sociológicos y de crítica cultural por la famosa conferencia de C. P. Snow de igual titulo, podría ser elevado a un nivel filosófico y planteado como problema no ya cultural, sino de auténtica trascendencia espiritual-filosófica para nuestra época. Vivimos en una civilización tecnocientífica donde el lugar que en ella pueda ocupar una cultura “humanística” se vuelve totalmente problemático, si no es que se revela como una necesidad impuesta por la situación histórica el despedirse de toda ilusión sobre ese tipo de cultura “humanística”. Pensar, como hacen ciertos amigos de la ciencia, entre los cuales se encontraba el propio Snow, que la cultura “de ciencias” es postergada en nuestra sociedad porque los escritores o pensadores son más conocidos que los científicos o porque para ser considerado “culto” se exige saber datos de humanidades pero no la comprensión de los conceptos y leyes científicos básicos es coger el rábano por las hojas y enfocar el problema de una manera trivial. Hoy es dominante entre las masas y también en las élites gobernantes una ideología tecnocientificista que impone la percepción de la ciencia como un gran bien progresista de la humanidad y que es incapaz de una valoración de la cultura “de letras” que haga de ella, como “humanismo”, un principio de dirección espiritual de nuestra sociedad. Decir que hay hostilidad hacia la ciencia es un error de percepción que se queda en la superficialidad sociológica de ciertos fenómenos, como el ya indicado del significado preferentemente “libresco” de humanidades que se da al término “cultura” o como el de la supuesta peligrosidad social de supersticiones y seudociencias, que, a pesar de toda la preocupación que crea en los amigos de la ciencia autodenominanados “escépticos”, es un fenómeno marginal y cuyas raíces profundas podrían estar en un deseo de, en el tratamiento de lo propiamente espiritual, imitar a las ciencias, es decir podría estar en lo que se ha llamado un “materialismo difuso” de origen, en este caso, cientificista. Hay seudociencias y supersticiones mágicas porque a ciertos individuos, que por su marginalidad social pueden ser considerados “chalados”, les gustaría que lo espiritual ( o si se prefiere, y según este uso lato de “espiritual”, lo psicológico) pudiera ser tratado como la ciencia trata a la materia. 
Por otra parte, las humanidades están hoy absolutamente envueltas en una idea de “cultura” que desactiva totalmente la importancia y el valor que ellas podrían tener como principio  creador de un auténtico espíritu superior de la época. Las humanidades o están encerradas y secuestradas por los profesores en los guetos académicos o se aprecian por su colaboración en la producción de materiales para el ocio selecto de ciertos estratos burgueses que más bien podrían ser considerados , tanto en sus versiones conservadoras como progresistas, como seudocultos o semicultos. El espíritu de nuestra época es el marcado sin lugar a dudas por el imperio ideológico y cultural –aparte, desde luego, de su innegable dominio práctico- material sobre la realidad humana y natural– de la tecnocienciencia, y querer que se conceda todavía más valor a la ciencia y a la “cultura científica” es seguramente un síntoma más del cientificismo de nuestra civilización, cuando no una desdeñable maniobra motivada por banales intereses corporativos de los científicos. 
Las masas son hoy cientificistas hasta la médula y su actitud ante las humanidades es la de una filistea condescendencia, cuando no, entre sectores pequeñoburgueses con intereses ideológicos conservadores de tintes religiosos, de franca hostilidad. Por su parte, los sectores progresistas “con sensibilidad” viven disfrutando en su ocio de una cultura, filistea por su autocomplacencia y sectarismo, de “intelectuales” y “creadores” mediáticos y subvencionados que no parece que signifique un verdadero humanismo con valor espiritual “supraideológico”. 
En cuanto a la falta de una “cultura científica” bien generalizada y su presunta postergación frente a la cultura “de letras” ( postergación que en otro tiempo pudo ser mediática, pero ya no lo es, pues hoy las noticias de ciencia han igualado o incluso superado, si mi actual distanciamiento de toda prensa no me engaña, a las noticias “culturales”) hay que decir que ello, cuando pudo existir en la civilización burguesa clásica ya fenecida, respondía a una acertada y justa intuición sobre el valor respectivo de la ciencia y de las aportaciones de escritores, artistas y pensadores. Los conocimientos científicos hacen referencia, en su valor humano, a los medios de la vida, a un saber de manipulación instrumental de la naturaleza para conseguir nuestra viabilidad y expansión como especie biológica, mientras que los conocimientos tradicionales de humanidades se refieren a los fines de una existencia humana plena. La tecnociencia sirve para la conservación y la reproducción de la simple vida, mientras que las humanidades, tradicionalmente, han hecho referencia al buen vivir. O dicho en un lenguaje que a muchos irritará, las humanidades tienen un valor espiritual, la tecnociencia ninguno. 
La diferencia de valor en la jerarquía de lo puramente humano entre “ ciencias” y “letras” fue bien vista por Ortega en su Meditación de la técnica cuando defendió la prioridad antropológica del “proyectar” e “inventar” la vida propios de pensadores, poetas, artistas, profetas, héroes, grandes políticos sobre el proporcionar medios para el simple vivir propio de las ciencias y sus técnicas. Ortega concede una función valorada positivamente al servicio prestado por las ciencias, pero porque con él el hombre se ve liberado, en su tiempo y en sus energías, para la proyección “humanista” de la vida en su excelencia. Incluso piensa que los medios que la tecnociencia proporciona no para la simple conservación y reproducción de la vida materia, sino para la satisfacción de necesidades “artificiales” están subordinados, en su valor humano y en su propio orden de aparición temporal, a las concepciones y proyectos de vida buena que ofrecen y lanzan sobre el decurso histórico las “celebridades humanistas” que con sus obras han suscitado esas necesidades de orden superior. 

Pues, precisamente, una cultura de humanidades que proyecte espiritualmente la vida y que sea principio rector y creador de las formas de vida es lo que falta hoy por completo. Esa función de “invención y proyección” humana de la vida es hoy cumplida por la ideología cientificista, que ha derrocado por completo a los ideales “humanistas” de vida en la dirección de la cultura humana, entendida no como acumulación de conocimientos, sino como las concepciones y proyectos que elevan, según lo que Aristóteles pensaba que era lo específicamente humano, por encima del simple vivir para buscar la excelencia del vivir.