UN FAUSTO MANCHEGO
En una tierra de llanura y hastío, de calor sofocante en verano y acedia durante todo el año, en pleno corazón de La Mancha, vivía hacia mediados del siglo XVI un hidalgo que había estudiado en Salamanca y se había licenciado allí en ciencias humanas y divinas, sagradas y profanas. Vivía modestamente de las rentas de sus tierras y pasaba la mayor parte de su tiempo en soledad amenizada por la lectura y la meditación tranquila. Su ánimo era contemplativo y sus propiedades en la aldea donde vivía le permitían, por la constancia de sus ingresos, una existencia libre de trabajo manual y de preocupaciones mercantilistas. Algunas mujeres emparentadas con él se encargaban de mantener administrada y en buena disposición su casa solariega. Él tenía toda la libertad del mundo para sus preocupaciones no domésticas ni económicas. Los estudios que había cursado en Salamanca le permitían navegar sin dificultades y ágilmente los infolios de teólogos y filósofos de la escolástica tardía de su época, y a ellos dedicaba la mayor parte de su tiempo.
Pero sucedió, llegado un momento, que los laberintos, terminológicos y sustanciales, de la razón escolástica terminaron por conducirle a la postración anímica. Especialmente discordante para su espíritu le resultaba el problema de la armonización entre la Libertad y la Gracia y la cuestión aneja de la compatibilidad entre el libre arbitrio humano y la omnipotencia y omnisciencia de Dios, que por su época de estudiante salmanticense ya flotaba en el ambiente y que muy pronto iba a estallar dentro de la teología católica española dando lugar a la famosa polémica “de auxiliis”, que tuvo que ser zanjada por el Papa Paulo V, ya en 1607, mediante una intervención en la que venía a reconocer implícitamente que el problema no tenía solución, pues decretó el Papa que las distintas posiciones enfrentadas eran igualmente válidas y que podían ser defendidas por igual sin que fuera lícito acusar de herejía a ninguna de ellas.
El resultado de su temprana preocupación por el tema fue para nuestro licenciado manchego que sus meditaciones se hicieron cada vez menos tranquilas y el desasosiego y el disgusto de sí mismo se fueron apoderando de su conciencia. Y viendo que quería penetrar los misterios no sólo del Universo y del Hombre, sino también de Dios y que por mucho que se esforzaba no podía llegar a saber nada a ciencia cierta, nuestro manchego teologizante fue pasando del disgusto a la desesperación.
Pero resulta que de Salamanca nuestro hidalgo, junto a los infolios escolásticos, se había traído a su aldea, con gran secreto y grandes precauciones para no ser denunciado al Santo Oficio, también algunos tomos de alta magia, especulativa y práctica. Instruido por ellos y preso ya de una desesperante ansia de saber algo, aunque fuera por revelaciones privadas tenebrosas, el licenciado se dio a la invocación de los espíritus, en concreto se dio a la invocación de los seres intermediarios entre el mundo superior y el mundo humano que en la Antigüedad fueron llamados “daimones” y que entonces tenían un sentido extramoral, neutro en relación con el bien y el mal, pero que con el triunfo del cristianismo fueron convertidos en seres malignos sujetos a la jurisdicción de las Tinieblas, es decir, fueron convertidos en “los demonios”.
Pero, como suele ocurrir en estos casos, las nefastas prácticas de nuestro manchego llegaron hasta el conocimiento de Mefistófeles y, una noche de primavera en la que la cansada cabeza del hidalgo oscilaba, pugnaba y sufría entre las hondas meditaciones especulativas y el anhelo vital exaltado, el Príncipe de las Tinieblas se presentó en la cámara donde el licenciado estaba a punto de darse a la desesperación trágica con resultados fatales e irreversibles para él mismo. Cuando se produjo la manifestación del espíritu perverso supremo, al principio el hidalgo no lo reconoció. Estaba acostumbrado a representarse al Príncipe de las Tinieblas con rasgos físicos horrendos y repugnantes de extracción animal y nunca se había imaginado que su aspecto pudiera ser el de un caballero, taimado, esquinado, siniestro y desasosegante, pero puramente humano. Además, la vestimenta de Mefistófeles era la propia de los estudiantes del Norte, de Centroeuropa, y esto desorientó aun más al hidalgo. En vista de la sorpresa y de la confusión en las que su aparición había sumido al manchego, el gran tentador y enemigo de la humanidad se presentó así:
-Buenas noches, señor hidalgo. No sé si sabiéndolo o sin saberlo, pero me has estado buscando y aquí me tienes. Soy el amo y superior de todos los demonios a los que has estado molestando con tus invocaciones angustiadas y desesperadas. Soy Mefistófeles, Príncipe del mundo maldito de los condenados por el viejo e iracundo Yahvé, hoy reconvertido en Padre amoroso, aunque todavía no mucho, jeje. Lo que te puedo ofrecer creo que ya lo sabes.
-Ya- repuso el hidalgo. Pero no quiero ni juventud, ni amor carnal, ni placer. Siento la lucha entre la vida y el pensamiento, pero no creo que para apaciguarla haya que darle más poder a la vida sensual. Quiero el conocimiento, pero no cualquier conocimiento, sino un conocimiento que yo pueda sentir como manando de las más hondas y sustancialmente oscuras fuentes de la vida.
-¿Qué quieres, entonces, de mí?, ¿dónde quieres que te lleve?
-Puedes pensar que lo que me ha llevado a esta angustia mortificante han sido los libracos de teología con sus silogismos y sutilezas que más parecen inspirados por ti que por el Dios de Luz. Evidentemente, la causa próxima, inmediata, de mis tribulaciones es la teología. Pero la causa más fundamental y decisiva del ahogo de mi alma no está en la teología; es esta tierra, que me produce una amargura terrible que se ha convertido en desesperación. Es la acedia de estos campos que parecen habitados por un Dios monótono y aplastante. Quiero que me saques de esta tierra en la que la luz y la calma infinita me agobian y me lleves a la tierra del misterio y la profundidad, al Norte. Esta llanura me hastía hasta la muerte y mi espíritu se ve preso de una sofocante postración. Aquí tu buen y servicial vasallo, el demonio del mediodía, es más aplanante y más eficaz que en ningún otro sitio. Para huir de él quiero bosques, montañas, frondosidades, desfiladeros y grutas tenebrosos, una naturaleza siniestra, llena de arcanos y terrores, donde sean posibles las aventuras profundas del espíritu y no esta planicie que me lleva del hastío a la desesperación, que está envuelta en una claridad que no deja lugar a las indagaciones temerarias de la mente que hacen vivir intensamente gracias a los peligros de la especulación.
-Si anhelas la oscuridad y el misterio y te hastían la claridad y los campos de horizontes abiertos que parecen llenos de Dios, me parece que ya eres mío. Pero me desconciertas por varias razones: en primer lugar, nunca me habían planteado un problema puramente espiritual, un deseo libre de toda codicia material. Además, me extraña que el “afán de infinito” que a ti se te supone no encuentre satisfacción en esta tierra inmensa, que permite grandes perspectivas interminables y anheles los paisajes angostos del Norte. Por último, debo advertirte también de que si quieres ir al Norte, podrías pasarte y llegar a la tierra más clara y resplandeciente, la tierra de los hiperbóreos desde la que, según algunos, descendieron hombres cercanos a los dioses de la luz, los olímpicos, esos rivales, más que enemigos, míos de la Antigüedad.
-Necesito que tú me guíes para que encuentre los manaderos secretos y oscuros de los arcanos de la naturaleza y no me desvíe hacia lo claro, donde no hay misterio. Pero no sólo es la naturaleza misteriosa lo que me atrae del Norte. Han llegado hasta mí noticias de un potente movimiento herético que ha comenzado en Alemania encabezado por un antiguo fraile agustino. Una de sus reivindicaciones contra la ortodoxia papista es algo que llaman “el libre examen”. Quiero conocer ese movimiento y adentrarme en sus disquisiciones y discusiones libres de la vigilancia del Papa y también del Santo Oficio, bajo cuyas garras y ojos de lince temo caer si sigo en esta tierra donde la religión es sólo un arma del poder, del Trono, para mantener el orden social y una fatídica fuerza que coarta los espíritus y los condena al silencio, el temor y la inanidad e incluso quema cuerpos para salvar almas.
-Veo que sale de tu alma un grito que creo que me va a traer grandes beneficios a partir de ahora: “¡Libertad!”. La verdad es que no me llevo muy bien con ese ex-fraile agustino del que hablabas, parece que al señor hereje no le caigo muy bien. Pero de sus maquinaciones terminarán saliendo, quiéralo él o no, grandes cosas para mi beneficio y regocijo. Cuando dos o más cristianos se reúnen para discutir sobre el sentido auténtico de su verdad religiosa, ando yo entre ellos sembrando cizaña y procurando que la sangre llegue al río. La verdad es que creo que has elegido bien la orientación geográfica de tu anhelo. Creo que de los desvelos de Alemania terminará saliendo algo grande para mis intereses. Allí tengo unos vasallos estupendos: herejes, brujas por doquier y príncipes terrenales enemigos de la Iglesia. Y seguro que esto no es más que el principio. De esas mentes nubladas por la cerveza y exaltadas por la “libertad germánica” y por la falta de claridad y de horizontes abiertos se puede esperar que salgan toda clase de disparates heréticos. Iremos, pues, hacia el Norte, a Alemania.
-Pero antes de que cerremos nuestro trato debo advertirte de algo. Nuestro acuerdo no será un pacto irrevocable; se tratará si así quieres llamarlo, de una apuesta: me juego mi alma a que no serás capaz de reconciliarme con la vida y la alegría de este mundo. Si consigues que aquí en la Tierra alcance la satisfacción espiritual total; si consigues que a través del conocimiento de lo secreto, lo oscuro y lo enigmático llegue a amar incondicionalmente la vida y el mundo; si consigues llevarme hasta la contemplación de los estratos profundos del hombre y la naturaleza y de esa manera consigues no sólo calmar mis nervios, sino también que disfrute, aunque sólo sea por un momento, de la plenitud anímica y de un entusiasmo que me haga amar por encima de todo y absolutamente este mundo, entonces mi alma será tuya. Quiero el placer supremo de querer fatalmente esta vida y ser capaz de exaltarme con ella hasta sentir trascendidos su finitud y sus graves defectos. Pero además, si veo que sólo me llevas a vagabundear de un lado para otro buscando experiencias y vivencias culminantes que se nos escapen como resbaladizas criaturas imposibles, podré romper el acuerdo. Si tú también me aburres y veo que todas tus artes son sólo fuegos de artificio y espectáculos vulgares para impresionar a almas simples, en cualquier momento podré despedirte.
-No hay ningún problema con las condiciones que pones. La única pega que pongo a lo que me dices es que pareces querer a la vez el conocimiento y la vida, y eso va a ser difícil. Pero por lo demás no me disgusta que nuestro trato sea una apuesta y no un pacto irrevocable. ¿Crees que el Viejo del Cielo judeocristiano te va a perdonar que hayas puesto tu alma a merced de mis artes de seducción, aunque acabes después despidiéndome? No lo creo, aunque vosotros los católicos tenéis también mágicas artimañas para obtener ritualmente, y yo casi diría que burocráticamente, el perdón de Dios. Pero Él es más terrible de lo que pensáis por el Sur, por la tierra del clasicismo católico equilibrado, del que ahora yo tengo como misión arrancarte. Además, estoy ya bastante escaldado con los pactos convencionales y formales. Al final vuestro Dios, del que hay que reconocer que algunas veces le da por ser misericordioso, se las apaña, cuando menos se espera, para hacerlos inválidos, como me pasó con el joven sabio Cipriano, que como tú buscaba la verdad primera. Y por si fuera poco, algunas veces hasta interviene su Santa Madre. Precisamente quería agradecerte algo: que no me hayas pedido que te ayude a seducir a ninguna mujer. Estoy ya cansado de que suculentas almas, preferidas por mí por su valor profundo, me sean arrebatadas por la santurronería de las mujeres. Parece en principio que detrás de esas modositas, cuando quieren, se esconden las fuerzas oscuras que acechan en lo erótico-dionisiaco, pero luego resulta que se convierten en recipientes de una poderosa energía salvífica. Supongo que será porque al final vence su instinto maternal puro sobre su condición de instrumento inmediato e irremplazable de la voluntad de vivir, del genio de la especie sexual. Tendrían que representar esencialmente todo lo material, lo biológico, lo terrenal, la inmediatez y la inmanencia de la vida, pero al final surge en ellas el espíritu y ya me han jugado bastantes malas pasadas, arrebatándome, por su intercesión dispuesta al autosacrificio, su abnegación y su pureza, más de un alma de entre mis preferidas.
-Ah, viejo. Sabes también como yo que la espiritualidad y la santidad de las mujeres es sólo una proyección masculina, pero tremendamente eficaz, y, sin embargo, si esa proyección se realiza sobre la mujer, por algo debe de ser. Eso ya es un misterio. Pero mi anhelo es más nebuloso y también más sutil, más indeterminado que el anhelo de mujeres. Quiero el conocimiento misterioso y transfigurado, no los espasmos de un placer efímero, y tampoco quiero acabar mis días en la ridiculez de un hogar donde, por mi senectud, ya no pueda haber pasión en su apogeo. Pero dejemos ya las disquisiciones de buena o mala filosofía y ya que estamos de acuerdo sobre nuestro trato, partamos sin dilación hacia la vida misteriosa y el conocimiento secreto y definitivo.
Y esa misma noche, llena de estímulo primaveral excitante, con una luna y unas estrellas que ya brillaban plácidas en un cielo libre de los nubarrones del invierno, el hidalgo manchego y Mefistófeles salieron por la chimenea de la cámara donde el primero había estado incontables horas marchitándose espiritualmente entre silogismos teológicos y la pesadumbre mortificante del interior revuelto de su mente. Se elevaron por encima de la torre de la iglesia del pueblo, cuya mole en la oscuridad recordaba la silueta de una vieja bruja enhiesta y subieron a sobrevolar los viñedos que rodeaban la aldea, que parecían detenidos en la imaginaria danza exuberante de sus pámpanos también por la oscuridad que se abatía sobre ellos. Y, efectivamente, pusieron rumbo al Norte. Cuando apenas habían alcanzado altura, dijo Mefistófeles:
-Iremos hacia el Norte, pero haremos una primera parada muy cerca. Visitaremos el acuoso paraje que llamáis Las Tablas, en la confluencia del Cigüela y del Guadiana, río este al que no se le puede negar su significación esotérica, por lo que supongo que será de tu interés. No me explico cómo anhelando una naturaleza misteriosa no has ido hasta ahora por este ameno paraje de brumas y pantanos con aguas que algo recuerdan el caos primigenio, cuando, como dice la Biblia, “el espíritu se cernía sobre las aguas”. En este lugar se reúnen a menudo buenos vasallos míos. Conocen antiquísimas tradiciones de encantamiento y también de sanación y, por supuesto, tradiciones aptas para para la realización de ligazones amorosas. Aquí, donde ya estamos bajando, celebran sus reuniones en las primeras horas del sábado, pero no temas: a pesar de que Las Tablas son un enclave de misterio y simbolismo enigmático en medio de una tierra que carece de ellos, seguimos estando en un país clásico, no lejano del Mediterráneo, del que procede todo el equilibrio de la civilización europea. La reunión a la que podrás asistir no es un conciliábulo donde dominen el horror y los terrores inmundos que envuelven los actos de adoración que se me dedican en otras partes. Se trata de un aquelarre clásico. Aquí podrás ver a Diana con su cortejo de ninfas cazadoras, al dios Pan resucitado especialmente para la ocasión tras su muerte producida por la expansión del cristianismo por todas estas tierras mediterráneas del paganismo en perfecta comunión con la naturaleza, y tus queridos “dáimones” pululan por aquí que es un primor. No creo que puedas llegar en este paraje a tanto como que se te aparezca Helena, pero podrás hacerte una idea viva del clasicismo pagano, que habría distendido tus nervios si lo hubieras frecuentado más y te hubieras adentrado menos en la sombría teología judeocristiana.
-No me interesa nada de eso que me estás diciendo. Me sé de memoria el simbolismo clásico pagano, quiero llegar cuanto antes a lo romántico-germánico. Ni me interesa tampoco la chusma que te rinde culto por estas tierras. No sé cómo puedes consentir que esas viejucas pobretonas y analfabetas y esos patanes hartos de vino sean tus secuaces de este país. Son simples y burdos hechiceros y hechiceras, no auténticos brujos y brujas que te adoren por ser enemigos de los timoratos planes de Dios para los hombres, a los que el Viejo judeocristiano quiere mantener en una inconsciente y miserablemente feliz ignorancia. Las hechiceras y los hechiceros de por aquí no pasan en cuestión de magia de la plebeyez del mal de ojo. Dudo mucho que pudieran devolverme mi apariencia juvenil con sus rudimentarias artes, pero ya te he dicho que no te pido nada de eso. ¡Vayamos más al Norte! ¡Vayamos hacia lo oscuro primordial!
-Veo que desprecias a los muchos; al vulgo, como decimos hoy. Eso no me disgusta. Me causarías más problemas si no fueras un misántropo y sintieras alguna forma de amor, aunque fuera la compasión, por las gentes rústicas y sencillas. Pero, sin embargo, yo me siento muy cómodo donde florece la incultura con sus miedos ignorantes. Los doctos suelen crearme más complicaciones que el pueblo dominado por lo que vosotros llamáis supersticiones. Espero mucho de la masa ignara y confío en que un día ellas y yo dominemos el mundo. Por el contrario, los doctos muchas veces consiguen liarme y hay algo en ellos, en su alma…, una aspiración profunda y elemental hacia algo superior, que me hace temer que nunca serán enteramente míos. Pero sigamos nuestro viaje si así lo deseas. ¡Vayamos al Norte! ¡Adelante!
Y siguieron surcando el sereno cielo castellano, suavemente luminoso en la noche abrileña. Mefistófeles no se resistió a hacerle al licenciado algunas indicaciones conforme avanzaban por encima del suelo mesetario:
-Pronto sobrevolaremos Toledo, lugar muy querido por mí. Es una gran ciudad nigromántica, de la que algunos dicen incluso que es el principal centro de enseñanza de esas ciencias llamadas ocultas. Mis propios demonios vienen por aquí de vez en cuando a enseñar dichas ciencias en una famosa cueva encantada que hay en la ciudad, la llamada cueva de Hércules. Y aquí tuvo un palacio también célebre y encantado el servidor mío de España más renombrado hasta la fecha: don Enrique de Villena, un hombre sabio e inquietísimo, que también fue gran escritor: como todos mis servidores y como tú mismo, su curiosidad por todo tipo de ciencias y artes era proverbial. Como era normal que pasara, uno de vuestros piadosos reyes, Juan II de Castilla, mandó a uno de vuestros celosos frailes que hiciera un expurgo de su biblioteca y que quemara todo lo que pudiera considerase “non-sancto”, ya sabes, libros de magia y encantamiento con una amplia representación del saber judaico y árabe sobre el tema. Una gran pérdida, esta quema, para el saber español.
-Esta ciudad me parece ya más interesante que el paraje natural al que querías llevarme antes. Aquí hay desde luego más germanismo, pero quiero llegar al germanismo puro cuanto antes. Además, lo que tenía que saber sobre artes mágicas ya lo tengo bien sabido. Yo me inicié en las artes ocultas también en una cueva encantada y nigromántica, la de Salamanca. Allí enseñaban algunos que se decían esbirros de tu ejército, demonios tuyos, pero no sé si no serían impostores conocedores de trucos de ilusionistas.
-Sí, ese lugar que dices de Salamanca también es uno de mis favoritos de España y también está ligado a las andanzas nigrománticas de don Enrique de Villena. Donde se reúnen las primicias del saber, como es el caso de la Atenas española, no podrían faltar mi ciencia y mi docencia.
-Sigamos adelante, anhelo con vehemencia las tierras foráneas de la Germania auténtica. No creo que don Enrique de Villena se pueda comparar al gran Agripa de Nettesheim o al mismo Paracelso. Además, quiero una naturaleza feraz e imponente y lo que hay por aquí es la misma planicie y los mismos secarrales de mi aldea. Esta tierra ha sido siempre del gusto de distintos tipos de monoteísmo, y yo, con tu permiso, lo que quiero ahora es el politeísmo, pero no clásico, sino de significación oscura, como el de los antiguos germanos, que llegaron ya muy decadentes por su romanización a estas tierras, además de estar ya cristianizados. Algo de ese politeísmo oscuro debe de resurgir en el más o menos secreto panteísmo y en el animismo de los magos del norte, como los que he citado.
-¿Y crees que vas a encontrar hoy en Alemania antiguos germanos? Ni tampoco creo que te sea fácil encontrar allí magos de saber maravilloso o herejes libérrimos. Lo más seguro es que encuentres allí sólo buenos burgueses que quieren una religión a la medida de su nuevo y limitado mundo y rechazan la majestad y la sublimidad espiritual del catolicismo, que les viene grande por ser un sistema de poder tradicional casi perfecto. ¡Pero sigamos adelante! Mira, pronto estaremos en el cielo de Madrid, populosa villa destinada a convertirse dentro de poco en la sede estable de la corte del Rey de España. Aquí tengo yo un ejército de rufianes y pícaros que se dedican a sus benéficas obras para mayor gloria mía. Riñas, peleas, asaltos, cuchilladas, duelos, en todo ello son grandes peritos. Prevaricaciones, cohechos, engaños, corruptelas, son innumerables los delitos de sagacidad que cometen aquí villanos y señores. Estupros, amenazas, violencias, aquí podrías ejercitarte en todo ello. Excesos y vicios, algunos de ellos contra natura (aunque algunos lo crean imposible en la piadosa España) en los que podrás encontrar el placer desmedido que tanta falta te hace. Pero creo que no estás conmigo para convertirte en un vulgar malhechor. Sigamos adelante, pues.
-Efectivamente, no quiero la superficie tempestuosa de la vida. Llévame donde pueda sentir los arcanos del mundo y experimentar la verdadera rebelión contra la autoridad del poder más alto y no plebeyas travesuras inconscientes que desordenan la sociedad, pero no el Ser esencial de una vida reprimida y limitada por la ley eterna de ese poder más alto.
-Ahí un poco más delante, a nuestra izquierda, hacia el oeste, está la culta ciudad de tu juventud. Aparte de mi cueva nigromántica, ahí están las cátedras frailunas donde los doctos de tu religión siguen calentándose y calentando los cascos con, entre otros, tu problema teológico favorito, el de la compatibilidad entre el libre albedrío del hombre y los dones de la Gracia junto a la omnipotencia y omnisciencia de Dios. O sea, el problema de la predestinación a la salvación o condenación eternas.
-Ese problema realmente endiablado me sumió en un estado de postración del que ahora quiero salir dejando atrás tanto la aridez de la teología como la aridez de mi país. Ya no tengo miedo, a diferencia de los dichosos frailes teólogos, a romper con la ortodoxia católica y encontrar una solución radical y sin escrúpulos confesionales.
-Tus queridos herejes del Norte, con el ex-fraile agustino Lutero a la cabeza y sin olvidar, sobre todo, al sombrío y fanático Calvino, se han decidido resueltamente por ello y han adoptado la idea de que el hombre es movido sin libre albedrío por su naturaleza absolutamente corrompida o por la Gracia de Dios. Calvino incluso llega a defender que es el mismo Dios quien predestina a los réprobos a la condenación eterna. Lutero, por su parte, habla del “servo arbitrio” del hombre.
-A mí lo que más me maravilla es el trabajo que se toman los sapientísimos frailes católicos en probar que si Dios nos condena es por culpa nuestra.
-Ja,ja,ja, ¿qué esperabas de ellos? Algunos dicen que los padres dominicos, los más tradicionales y fieles a Santo Tomás de Aquino, se encuentran peligrosamente cerca de las posiciones de los herejes llamados protestantes, pues con su idea de la premoción física hacen depender de Dios, como Causa Primera de todo, la responsabilidad de todo lo que es y de todo lo que ocurre. Pero allá se las vean unos y otros frailes con sus sutilezas. Me interesa el debate sólo en cuanto se pueda esperar de él que salga aquí en España, nada menos, una nueva fractura de la cristiandad. Pero no creo, porque como aquí vosotros los católicos hispanos tenéis la Inquisición y parece que todos lleváis en el tuétano el acatamiento al principio de autoridad, es difícil que aquí pueda surgir un nuevo cisma tan hermoso para mí como el de Alemania.
-Yo, ya que el asunto me torturó durante algún tiempo, tengo curiosidad por saber si habrá algún fraile que consiga establecer la concordancia del libre albedrío humano
con los dones de la Gracia, la presciencia, la providencia, la predestinación y la reprobación divinas.
-Seguro que sí, porque estos frailes saben más que lo ratones coloraos, incluso me ganan a mí, por lo menos en cuestión de sutilezas teológicas. De todas formas, lo que a mí más gracia me hace y a la vez me molesta es que según me cuentan mis corresponsales en el mundo católico hispánico, el pueblo también se preocupa por estos debates y espera con gran atención la solución que se les dé. Yo, por mi parte, sigo maquinando para que un día al pueblo estas cuestiones se le den un ardite. Si consigo que un día las masas apostaten, el mundo adquirirá un estupendo aspecto para mí, y no me extrañaría que entonces se llegara a la antropofagia y al culto abierto y generalizado de la Bestia, o sea, de mí en mi manifestación más horrenda y terrorífica. Habría que inventar algo para que la gente se distraiga y se divierta con nimiedades y tonterías y no se preocupe por las cosas de los curas ni las entiendan. ¿Qué podría ser? Cuando eso ocurra, cuando a la gente todas estas discusiones les parezcan incomprensibles y, como suelen decir los incultos, bizantinas, el mundo ya estará maduro para caer en mi poder.
-Bueno, dejemos ya a esos frailes ahí abajo con su vanidad raciocinante. Tengo más confianza en descubrir los secretos fundamentales del mundo experimentando la voluntad tenebrosa, sin sentido ni finalidad, que raciocinando sobre el Bien Supremo o la Causa Primera como ideas metafísicas. Llévame a iniciarme en tus misterios terroríficos y oscuros.
-Eso pretendo hacer. Pero para que te hagas una idea adecuada e intensa de esos misterios que tanto anhelas, nos vamos a detener en un paraje que todavía no es germánico, pero donde podrás ver desplegarse todo el cortejo de los prodigios infernales que deseas. Bajaremos a la cueva de Zugarramurdi, en el Pirineo vasco-navarro. Por allí habita una raza antiquísima y desconocida en la que también he encontrado buenos servidores. Celebran en esa cueva unos aquelarres que ya no tienen nada de clásicos, que son enteramente satánicos y donde me manifiesto en todo mi horror, sin disfraces paganos sureños y mediterráneos. Ahí encontrarás lo oscurísimo que anhelas.
-Bueno, descendamos a ese antro terrible y veamos qué puedes ofrecerme. Pero te advierto que no podrás impresionarme con simples números de magia. Quiero una auténtica subversión metafísica contra el orden opresor de la Ley divina, una rebelión especulativa contra la represión del Deseo mantenida por los agentes del Orden y la Luz, no espectáculos efectistas.
-Espera a ver lo que tengo que enseñarte y luego me cuentas.
Y con decidida rapidez Mefistófeles y el hidalgo manchego descendieron del cielo que habían estado surcando, y que ya empezaba a ser brumoso, y se dirigieron a la entrada de la famosa cueva de Zugarramurdi, situada en el límite entre las tierras vasco-navarras y Francia. Allí dentro, llegando hasta la abertura ovalada de la cueva, se agolpaba una multitud grotesca en la que aparecían iluminados fugazmente por antorchas y fogatas, para luego enseguida volver a hundirse en el seno de la oscuridad, rostros campesinos que parecían aquejados de una sensualidad grosera y macabra. Acercándose un poco más a aquella horrible turbamulta pudieron vislumbrar numerosos gestos y actos obscenos. Los campesinos y campesinas, de todas las edades, que allí se convertían en masa terrorífica iban completamente desnudos y tenían el cuerpo pringado y pintarrajeado con malolientes y asquerosos ungüentos. Un chistu y un tamboril tocando con febril ritmo retumbante en todo aquel ámbito amenizaban la siniestra escena provocando entre los allí congregados una danza enloquecida, que más bien era agitación desordenada en su libérrimo frenesí. Incluso no faltaba allí entre los danzantes el efectista numerito de la niña de rostro magullado y desfigurado hasta la repugnancia que hacía girar su cabeza 360º sobre sus hombros.
En medio de aquella horrenda locura, Mefistófeles se escabulló del lado del licenciado manchego, que no supo darse cuenta si lo había hecho disolviéndose en el aire o lanzándose a mezclarse con la turba inmunda. De repente, sobre un altozano del interior de la cueva iluminado por numerosas hogueras que lo rodeaban apareció un macho cabrío enorme, barrigudo y de cornamenta espectacular. Su mirada era horriblemente humana. De la masa de espantosos adoradores de Satán se elevó un murmullo lúgubre de admiración. Pronto se formó una fila de acólitos del Diablo que por turno se iban acercando hasta el macho cabrío para arrodillarse ante él y besarle en el punto más repugnante de sus partes pudendas.
Pero en cuanto comenzó a rayar el alba, súbitamente el conglomerado salvaje, lascivo y horrísono de la gente allí congregada se disolvió y, alcanzando en alud la entrada de la cueva, sus componentes se dispersaron por los terrenos del exterior, tupidos de vegetación y accidentados por los desnivelas de las estribaciones pirenaicas. Cuando Mefistófeles y el hidalgo manchego ya estaban solos en el interior de la cueva, todavía iluminado por los fuegos que los brujos y brujas habían dejado encendidos, el segundo de ellos permanecía detenido, sin decidirse a salir del antro, con gesto meditabundo y taciturno. Pasado un rato se decidió a dirigirse a Mefistófeles en los siguientes términos:
-Te pido que me hagas sentir los arcanos negros del Universo y tú me traes a un espectáculo que parece salido de alguna imaginación infantil enfebrecida. Creía que me suponías lo suficientemente penetrante y profundo para no buscar lo horrendo y estomagante, sino los impulsos fundamentales, oscuros por supuesto, que me encadenan a este mundo y a su carne, todo lo que me religa a una sabia condición animal encerrada en la inmediatez del bajo pero profundo mundo sensible. Aquí sólo he visto una reunión de pobres campesinos hartos de vino o excitados por cualquier otra sustancia que se entregaban a un muy poco imaginativo descontrol de sus instintos no permitido por su triste religión oficial. Si me llevas a Alemania, no se te ocurra desplazarme a las montañas del Harz, donde tengo entendido que se celebran conciliábulos parecidos al que ha tenido lugar aquí. Llévame mejor a las cátedras de los herejes.
-Debí suponer que pasaría esto. A fin de cuentas y aunque no quieras reconocerlo del todo, tú eres de los que han llegado a mí por la vieja historia del desgarramiento entre lo vital y lo intelectual, no por la perversión del gusto estético y moral. Pero vámonos para Alemania, allí te esperan todas las oscuridades, brumas y profundidades que quieras y tendrás a tu servicio todos los espíritus hondos, complicados y también turbios (lo que más me interesa a mí) que quieras.
Pero en ese momento, el hidalgo manchego quedó otra vez paralizado tras apartarse del lado de Mefistófeles, a la vez que en su rostro se dibujaba un vago gesto de dolor y disgusto, justo cuando su mirada se clavó con pesadumbre en el suelo. Pasados unos momentos se decidió a volver a dirigirse a Mefistófeles hablando así:
-Un miedo primordial, casi podría decir que un terror pánico, se apodera de mí ante la idea de abandonar España. Siento un poder casi más oscuro y profundo que tú mismo que me detiene. Son las penetrantes y adherentes raíces de mi tierra, que no me dejan volar hacia lo extraño. Alemania superaría mis fuerzas, sus espíritus son pesados y herméticos. Y además siento ya la nostalgia del Sur mesurado y clásico. Presiento que allí fuera, más allá de nuestros límites territoriales, se está formando lago que nuestro gran Reino católico e hispánico no podrá controlar. En los herejes de Alemania, en los burgueses comerciantes de Flandes, en el pérfido orgullo nacional-religioso de Gran Bretaña hay algo que me da muy mala espina. No sé si es demoniaco o divino, pero temo que la paz y el orden en el clasicismo católico que nuestro Rey y Emperador desea para Europa se venga abajo. Y lo peor será que ello traiga el fin de nuestro modo de vida tranquilo, equilibrado y discreto en nuestros pueblos y aldeas.
-No me importa lo que me dices, yo también estaba pensando en dejarte. Tu volátil cabeza no anda bien. El caos de tu mente te llevará hasta mi jurisdicción cuando te llegue el momento sin necesidad de que yo me ponga a tu servicio en este mundo. Además, veo que una cabeza que indaga desordenadamente como la tuya nunca se dará por satisfecha. Los caprichos de tus ansias espirituales difícilmente podrán ser satisfechos por quien, como yo, tiene como única arma la explotación de la concupiscencia humana. No eres ni orgulloso ni soberbio y te falta la pasión libidinosa que quiere la posesión del mundo y de la carne sin misterios, sin arcanos, sin profundidades, sólo por voluntad de poder que se funde con la voluntad de placer y que quiere el Ser sensible y concupiscible como el Ser perfecto y culminante, hasta el punto de que quiere y exige su repetición eterna, el eterno retorno de lo mismo.
-Creo que si quisieras apostar a favor de que terminaré completamente loco y condenado, también perderías esa apuesta. Llevaré en la gran intrahistoria serena y aquietada de mi España católica e imperial una vida moderada, equilibrada, satisfactoria, una vida arrullada por la calma de un mundo sin fracturas sociales o espirituales. Un mundo verdaderamente orgánico y donde el individuo vive en el lugar que le corresponde, que eso es la santidad, según nos enseñaba el catecismo de niños. En definitiva, viviré tranquilo en mi aldea. Cumpliré con mis obligaciones con Dios y las pocas que tengo, afortunadamente, con los hombres. Me sumergiré piadoso en la sencillez del pueblo y de sus no complicadas distracciones. Ya no habrá más magia, olvidaré la teología de Salamanca con sus escollos y corrientes peligrosas que llevan a la desesperación y la angustia que a mí me han cercado y a la que sucumbieron los herejes del Norte. Cambiaré lo romántico-germánico por los cristiano-germánico, mucho menos peligroso y oscuro, de tal manera que ocuparé mi ocio despreocupado con algo ameno, honesto y sin pretensiones trascendentales, algo que sea mucho más inofensivo que la desgraciada teología. Por ejemplo, leeré libros de caballerías… Así que ya puedes apartarte de mí y desaparecer.
Y entonces Mefistófeles lanzó una de sus infernales carcajadas sardónicas, pero a continuación tuvo la bondad de obedecer al hidalgo y, como si se tratara de una simple criatura de su imaginación, se desvaneció sin dejar rastro.
FIN
20-10-24
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