martes, 3 de julio de 2018

EL ENRARECIMIENTO DEL AÑO DEL COU (segunda entrega) II. GERMÁN

A Germán le hubiera gustado ser un héroe alzado contra nuestra miseria cultural de entonces, aquella época de mediados de los ochenta del pasado siglo. Pero lo suyo era extrañeza, torpeza y enfermedad, que sin embargo no le impedían ser consciente de que contra aquella miseria era necesaria una sana rebeldía, segura de sí misma y potente en su oposición crítica a nuestro medio ideológico y cultural. Y también era consciente de que él no había sido dotado por la Fortuna para protagonizar esa rebeldía exitosa que le pusiera por encima de ese medio que él despreciaba sin poder superarlo. 
Germán no era inteligente, solo tenía espíritu, entendiendo este como un impulso elevado pero desordenado de la voluntad hacia la plenitud y los valores superiores de la existencia. Su falta de inteligencia le había impedido adaptarse de manera normalizada a su medio, y al mismo tiempo le impedía poder desarrollar una rebeldía sana y triunfante psicológicamente contra ese medio. Su espíritu crítico pero torpe y atormentado había surgido como la única salida posible ante su incapacidad tanto de ajustarse a su medio cultural como de superarlo y abandonarlo olvidándose de él y aislándose de él sin sufrir por ello. No es que no pudiera cambiar su medio cultural, lo cual no está en la mano de ningún individuo, sino que no podía ascender por encima de él refugiándose en un mundo espiritual efectivo en el que pudiera acomodarse al haber decidido voluntariamente no dejarse normalizar por el ajuste a ese medio que él despreciaba. Su espíritu era el resultado de una falta tanto de ajuste al medio como de la posibilidad de superarlo.
La consecuencia de ello era que Germán estaba dominado completamente por el impulso de una agitación confusa, reducible a desorden de la voluntad. Ese era su espíritu. 
En mis conversaciones con él apelaba constantemente y de manera confusa precisamente a una indeterminada idea de espíritu que él oponía a nuestra inconsciencia en la banalidad y en la vulgaridad. Un día le pregunté:

-Pero, ¿qué es el espíritu? 

Y me contestó:

-Eso decía Schopenhauer: “El espíritu, ¿quién es ese mancebo?”. Yo no sé qué es el espíritu, pero lo siento. Siento el deseo de una vida mejor, más intensa y más noble. 

De ahí no se le podía sacar, no sabía ir más allá de una inconcreta apelación a un espíritu que significaba lo noble y lo intenso de una vida mejor. Los profesores del Instituto e incluso los de la escuela siempre nos habían dicho que cuando no se sabe expresar algo es porque en realidad falta el conocimiento de eso que no se sabe expresar. Pero es posible que haya un sentir inefable de los impulsos de la voluntad insatisfecha. Y es muy posible que eso fuera lo que le ocurría a Germán: sentía un impulso vago pero acuciante hacia algo mejor culturalmente y vitalmente, pero su inteligencia era incapaz de elaborar con ello cualquier tipo de obra positiva de crítica racional o de autoafirmación ordenada y exitosa en lo objetivo. 
Lo que Germán consideraba que era nuestro universo de vulgaridad y banalidad era un estado cultural que no era exclusivo de los jóvenes del Pueblo, sino que en aquella época de mediados de los años ochenta se podía considerar una situación general de la juventud del país. La forma de vida juvenil de lo que era el pijismo de aquellos años había llegado hasta el Pueblo. Un hedonismo sin problemas de inconformismo o rebeldía dominaba el estilo vital de la juventud estudiantil de la clase media de entonces. La despolitización era total y el prejuicio antiintelectual y contra cualquier forma de cultura literaria o filosófica se enseñoreaba de lo que era así como un grado cero de la ideología en los jóvenes de aquellos años. La politización juvenil de una época inmediatamente anterior había dado paso a lo que en algunos medios “vanguardistas” de la época se llamó el “petardeo” y era llamado por los jóvenes del Pueblo más sencillamente como “el cachondeo”. En la cotidianidad, la banalidad de la comunicación entre los jóvenes producía una imposibilidad absoluta de romper el imperio de la cháchara insustancial, en la que jugaba también un papel reforzador el esfuerzo que todos hacíamos por decir la gracia más ingeniosa pero no por ello menos banal e intrascendente. Los tonteos con las chicas, que progresivamente fueron pasando a mayores, se basaban en conversaciones y jugueteos absolutamente infantiles. La ingesta de alcohol era abundante durante los fines de semana, pero nuestro alcohol era tan inofensivo frente al orden burgués como el alcohol de nuestros padres: estaba totalmente domesticado y aburguesado. No producía desde luego experiencias que promovieran la ruptura con nuestra sociabilidad banal. Con respecto a la religión reinaba o bien una indiferencia pasiva y conformista o bien un sometimiento amable y sin problematización espiritual a los nuevos aires de la Iglesia reconciliada con el mundo y puesta al día. Nuestras aspiraciones vitales eran enteramente pequeñoburguesas: estudiar alguna carrera “con futuro”, como se decía entonces, y aparte de ello nadie cuestionaba que algún día formaríamos, a pesar de los cambios en las formas de entrenamiento social y sexual para ello, una familia convencional. 
Justamente, Germán cuando hablaba conmigo acusaba a los de la pandilla de ser pequeñoburgueses y filisteos. Alguna vez también se lo llegó a decir, estando incluso presentes las chicas del grupo, a la cara, pero ni le entendían ni le daban importancia. Eran sus cosas de “intelectual”. Cuando ocurrió esto fue en una de las muchas ocasiones en las que durante ese curso del COU se dio al alcoholismo de fin de semana. Fuera de esas ocasiones, estando con el grupo padecía una timidez cuasi patológica que producía una irremediable sensación de rareza. Cuando conmigo intentaba abrir su interioridad en ebullición ideológica y espiritual, se expresaba torpe y confusamente y embrollándose. Entonces era cuando recurría a la apelación al “espíritu”, en la que resumía su inquietud crítica contra el universo cultural de la pandilla. Yo no entendía por qué buscaba la integración en la pandilla si tanto la despreciaba.  Pero, como ya he dicho, se trataba de que no podía vivir ni ajustándose normalizadamente a su medio social y cultural ni superándonos por la vía de ignorarnos y olvidarse de nosotros. Durante todo aquel curso estuvo saliendo con la pandilla y yendo a la discoteca con nosotros casi todos los días del año. El que la pandilla le aceptara, a pesar de ser tan raro y a pesar de que, como he dicho, en alguna ocasión manifestara el desprecio intelectual que sentía hacia nosotros, se debió principalmente a mi intervención. Yo era muy apreciado por todos y todas en la pandilla y tenía bastante éxito social en ella, y al mismo tiempo me unía con Germán una estrecha amistad desde nuestros tiempos en la escuela, lo que había hecho que le tuviera gran aprecio y me encargara de protegerle de ataques y desprecios dentro de la pandilla. Sus torpes intentos de romper la incomunicación que existía entre él y el resto de la pandilla, excepto conmigo, hacían también que algunos de nosotros le hubieran tildado alguna vez de “pesado”. Pero sus intentos de “filosofar” eran en realidad muy limitados y se reducían casi por completo a algunos momentos de efusión “trascendente” provocados por la ingesta de alcohol de los fines de semana. 
Está fuera de duda que Germán era inseguro y acomplejado. Su manera de rebelarse y de protestar contra ese complejo de inferioridad que él mismo sentía era despreciar a la gente de su medio como personas hundidas en la vulgaridad y en la banalidad, en la falta de “espíritu”. Se sabía anormal, pero pensaba que gracias a su anormalidad tenía la ventaja de librarse de un mundo cultural despreciable. Ese era su “arreglito” neurótico para salvar su sentimiento de personalidad, como dirían los estudiosos de la personalidad seguidores de la orientación llamada psicología individual, la escuela de pensamiento psicológico fundada por Alfred Adler. Yo ahora comprendo que tanto su complejo de inferioridad como su desprecio compensatorio hacia el medio juvenil del Pueblo tenían una base objetiva. En realidad, no era un complejo de inferioridad lo que sufría, sino que tenía una conciencia recta de la necesidad de su fracaso y también una conciencia recta de la miseria objetiva de nuestro medio cultural y de nuestra vida en él. Su inferioridad era objetiva y nuestra vulgaridad y miseria también. 
Algunos psicólogos tal vez menos superficiales que los de la psicología individual tal vez pudieran pensar que lo que le ocurría a Germán era que su expresión se hallaba bloqueada por la existencia de una “coraza de carácter” provocada por la carencia de amor sexual, pero una explicación menos deudora de la “hipótesis represiva” podría encontrarse en la suposición de que la torpeza y fracaso de su expresión eran resultado de su abundancia de espíritu y su falta de inteligencia. Su caso era un caso más de los muchos que existen de personas que, por determinadas influencias de su medio o por un desarreglo en su adaptación social, desarrollan una voluntad cuyas metas no pueden ser alcanzadas por las posibilidades objetivas de su inteligencia. 
Sí es cierto que en Germán había un cúmulo de impulsos vitalistas insatisfechos que se manifestaban de manera desorientada y a los que él no acertaba a dar una salida que reforzara  su personalidad. Cuando yo dejaba que vertiera comunicativamente hacia mí los borbotones de su hervidero mental y de sus confusas vivencias de pasión crítica y anhelante de espíritu, yo sospechaba que lo que le ocurría era que estaba dominado por una mala y desviada sublimación de su apasionamiento vitalista no satisfecho por las vías naturales de la espontaneidad y la despreocupación gozadoras. Eso era seguramente lo que había bajo lo que a los de la pandilla les parecía su “intelectualismo” y su ”rareza”. 
Aunque a pesar de su “espiritualismo” y su mal definido idealismo cultural Germán parecía tener o pretendía tener posiciones de un vago y dubitativo anticapitalismo ultraizquierdista, su rechazo del mundo aquel de los jóvenes del Instituto, hedonistas pero sin rebeldía y de aspiraciones vitales esencialmente pequeñoburguesas, era el fruto de un dionisismo subvesivo, no de una meditación crítica sobre las trabas sociales a la realización humana plena impuestas por nuestra cultura materialmente determinada por un modo de producción. 
Sin duda, Germán era un locoide intelectualoide, un caso de lo que en otro tiempo fueron llamados “degenerados superiores”, aunque desde luego en su caso faltaba la genialidad que también en tiempos se asociaba a este tipo de neurópatas. Desde el punto de vista de la deseabilidad de la adaptación normal al medio, él representaba lo que también fue llamado en algún momento por los psiquiatras un “peligro psíquico”, y así ea visto por muchos de los burgueses padres de los de la pandilla. Por sus problemas con el lenguaje y por su inclinación a un ocio intelectual que al menos en aquella época era algo insólito entre los jóvenes de su medio, si hubiera podido caer entonces preso de los psicólogos y psiquiatras que hoy protagonizan la medicalización de la rareza, le habrían diagnosticad seguramente un síndrome de Asperger o algo por el estilo. Si soy duro y franco en mi diagnóstico de lo que Germán era y de lo que le ocurría, y no obstante mi propósito es hacer una salvación espiritual de su personalidad es porque pienso que su grandeza y también su tragedia consistían en que con su voluntad de espíritu quiso superar los límites naturales de su inteligencia y de sus posibilidades psicológicas. Hay espíritu donde la conciencia de la necesidad no lleva a la renuncia y la resignación sino a luchar contra esa necesidad impuesta por nuestro destino natural. El espíritu surge cuando en el medio humano el proceso natural de adaptación inteligente al medio fracasa. En Germán había espíritu. 
Según me comunicó el propio Germán en alguna ocasión, la sublimación espiritual de su fracaso pasaba por escribir una novela sobre toda aquella problemática psicológica suya y su contexto social: sobre nuestra miseria espiritual, nuestro filisteísmo, sobre su confuso anhelo de algo vitalmente y culturalmente mejor, sobre nuestro vitalismo y nuestro dionisismo domesticados y conformistas, sobre nuestro ideológico antiintelectualismo, sobre nuestro pequeñoburguesismo,  sobre nuestro desamparo cultural provinciano, incluso sobre las mediaciones sociales e históricas que envolvían todo eso y le daban significado político superior. 
Eso tampoco fue capaz de hacerlo Germán, su sublimación espiritual fracasó y su espíritu tuvo que quedar reducido a ser algo solo sentido interiormente sin objetivación cultural. Ahora yo intento realizar en su lugar esa expresión de su personalidad y de su época en la que de él  fracasó. Mi deseo no es producir un artefacto literario preciso y aparente, sino dejar un testimonio vivo de una personalidad en la que había espíritu y donde el espíritu vivió una de sus manifestaciones, siempre vinculadas al fracaso y el desajuste. 


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