Bayreuth es hoy un lugar más del circuito
estival de los festivales musicales europeos recorrido por degustadores de la
llamada música clásica que dedican sus vacaciones a su autoafirmación estética
y cultural a base de la ostentación de un ocio que se supone selecto y
distinguido. Nadie está legitimado para poner en duda la propiedad y hondura de
las vivencias estéticas que en el interior de los espectadores que acuden a
Bayreuth puedan producirse aun contando con la efectividad exterior del
contexto de cultura social al que nos hemos referido. Pero el público
wagneriano actual parece dividirse entre los conservadores culturales que ven
en Wagner una seña de identidad estética antimoderna y los simples degustadores
de ópera para quienes Wagner es un autor más dentro del repertorio lírico. Hoy
es definitivo que Wagner ha fracasado tanto en su idea posrevolucionaria del
exilio suizo acerca de la “obra de arte total” como vehículo artístico de una
utopía estético-política como en su más tardía pretensión de convertir su obra
en un sustituto sublimado de la religión convencional.
En cualquier caso y aunque el fracaso
mencionado responde a condiciones sociales y culturales objetivas que no pueden
ser subsanadas por ninguna voluntad o predisposición estética de los
espectadores, Wagner debería tener un público intelectual-filosófico y no de
burguesía alta o de nivel medio con pretensiones de adquirir un status cultural
aparente a través de la participación en ceremonias operísticas desprovistas de
problematicidad “ideológica”. Es cierto que el recurso a puestas en escena
comprometidas con la experimentación vanguardista, si es que todavía tiene
algún sentido hablar de “vanguardia” en estos tiempos culturalmente estancados,
parte de la pretensión de aniquilar en la misma base escénica del espectáculo
wagneriano su conversión en ornamento vivencialmente gratificante para el ocio
burgués selecto. Y también estas puestas en escena evitan la conversión de
Bayreuth en centro de peregrinación para una burguesía nutrida de conservadores
culturales que hagan de Wagner un icono de una muy problemática antimodernidad
estética que crea ingenuamente que a base de romanticismo conservado en plan
museístico el buen burgués y la buena burguesa pueden situarse placenteramente
a salvo de la problemática histórico-ideológica que conlleva la efectividad
social y económica de la modernidad. Pero las puestas en escena bayreuthianas
parecen haberse instalado en una posmodernidad persistente que mezcla, confunde
y “deconstruye” significados, más que en una modernidad vanguardista que
produzca efectos de distanciamiento frente a la inmediatez emocional romántica
o en una “aplicación” del sentido de las obras wagnerianas a una reflexión
sobre la modernidad que aparezca en un sentido claro y definible en relación con
una problemática moderna no superada por el confusionismo cultural de las
fintas y revoloteos posmodernos.
Entre los
conservadores culturales wagnerianos me consta que hay incluso algunos cuya
ignorancia filosófico-ideológica les hace situarse en terrenos que no están
alejados del reconocimiento de una supuesta superación de la modernidad
intentada en el fascismo histórico. Pero sin llegar al grave error ideológico
de esta posición, a otros de estos conservadores culturales wagnerianos les
gustaría tener gracias a Wagner su “cultura afirmativa” romántica, es decir,
tener en él su mundo estético de alta idealidad cultivada en una interioridad a
salvo de la problematicidad política y social de la modernidad históricamente
efectiva. Para ellos, los graves efectos negativos de la modernidad podrían ser
neutralizados solo con que encontráramos un refugio estético en una vivencia interior que no estuviera
contaminada por los “feístas” que con su arte extraviado nos vienen a molestar
mostrándonos el reflejo estético de nuestro destino moderno efectivo en nuestro
ser social.
Ahora bien,
esos conservadores culturales tienen razón en que ante los efectos negativos de
la modernidad solo caben compensaciones románticas, lo cual implica la búsqueda
de un refugio interior en forma de “cultura afirmativa”. Pero esas formas de
“cultura afirmativa” no pueden quedar simplemente en la reavivación de un
romanticismo apoyado en recreaciones de la teatralidad escénica naturalista y
en interpretaciones “idealistas” maniqueas del asunto dramático de las obras
wagnerianas. Y por supuesto debe neutralizarse por completo el intento de
convertir la obra wagneriana en un estímulo de la antimodernidad política.
Proponemos,
pues, en la recepción de Wagner un nuevo romanticismo compensatorio de lo que
ha sido llamado las patologías de la modernidad, pero que sea algo más que una
nostalgia ingenua del siglo XIX. Y conozco wagnerianos cuya vivencia de la
música de Wagner les remite a eso.
Se trataría de
una “cultura afirmativa” nutrida de un romanticismo psicológico, no político.
Como “cultura afirmativa”, este wagnerismo tendría un sentido de compensación y
evasión y de cultivo de una satisfacción estética interior , pero no de
incitación para la denigración política o cultural pública de una modernidad
cuyos intentos de superación, hacia delante o hacia atrás, reaccionarios o
revolucionarios, deben ser abandonados terminantemente a causa del aprendizaje
moral histórico que las experiencias políticas del siglo XX han impreso y deben
seguir imprimiendo sobre la conciencia colectiva política de la humanidad.
Y sería una
ilusión pensar que simplemente podemos evadirnos de la modernidad, con sus
patologías y su imposibilidad de ser completada enteramente en un sentido
emancipatorio, mediante un nihilismo gozoso y lúdico posmoderno. A pesar de
todas las experiencias espectaculares posmodernas, seguimos viviendo en la
modernidad burguesa y sus problemas, los derivados de un proceso de
racionalización capitalista tecnoburocrática que deja reducidas a apariencia e
insignificancia todas las liberaciones culturales, estéticas e incluso
pulsionales, políticas y sociales que la misma modernidad ha traído, siguen
siendo los nuestros. Frente a este proceso de racionalización solo caben compensaciones
culturales y estéticas, que, efectivamente, no pueden significar una
liberación, pero sí un refugiarse en un mundo “ideológico” que atenúe en el
interior de los gozadores estéticos y culturales los efectos de
desencantamiento y “afeamiento”, cosificación y sinsentido funcionante sin
finalidad de valor humano superior que tiene la racionalización. Es decir, por
un romanticismo “ideológico” que oculte y haga olvidar las deficiencias de la
modernidad situándonos en un mundo estético ficticio en su superioridad y valor
afirmativo.
Se dirá que
por qué preferir la evasión romántica individualista a al evasión posmoderna
del nihilismo gozoso. La diferencia está en que la primera no niega la
problemática moderna referente a la contradicción entre individuo y sociedad
que es producida por el proceso de racionalización burgués-capitalista sino que
le da una solución a la medida con el carácter romántico de esa problemática
moderna, mientras que la evasión posmoderna pretende que esa problemática ya no
existe o puede ser ignorada. La evasión romántica individualista evita tanto la
ilusión de poder solucionar políticamente el conflicto de la individualidad con
un medio social endurecido y extrañado por la racionalización como la negación
posmoderna de ese conflicto moderno.
Nietzsche vio
bien en un momento de sus escritos antiwagnerianos que en Wagner los asuntos
dramáticos mitológicos encierran en realidad una problemática burguesa, y alude
a Madame Bovary como modelo de los héroes y heroínas wagnerianos. Esta
problemática es la del individuo afectado por un orden social sometido a una
lógica racionalizadora que se hace extraña a su aspiración a la realización
humana, que en Wagner aparece transfigurada y potenciada al máximo como
“redención”. El orden de los pactos y compromisos sociales contractuales (que se presentan repetidamente en el "Anillo" como principios urdidores de un destino maldito) aparece como opuesto al ansia individual inmediata de relaciones basadas en la
espontaneidad vital, que en Wagner aparece como “amor”. Esta contradicción
ocurre en un esfera psicológica y es ilusorio pensar que pueda ser reconciliada
políticamente. La problemática burguesa moderna que hay en Wagner es la de la
individualidad que no encuentra su realización en el contexto de una sociedad
sometida a la lógica “sistémica” del poder racionalizador, no la de un “mundo de
la vida” intersubjetivo cuya racionalidad alternativa a la racionalidad
“sistémica” dominante pudiera ser rescatada para una política basada en el
entendimiento y no en la lógica “estratégica” de la dominación. Toda política
posible se basa en una lógica que contradice la espontaneidad individual en su
inmediatez afectiva y pulsional. Esta individualidad “irracional”, no portadora
de ninguna racionalidad alternativa a la razón instrumental y estratégica
moderna, solo puede encontrar su realización y satisfacción en lo estético de
una cultura afirmativa privada e interiorizada. No es una supuesta razón
comunicativa del mundo de la vida intersubjetivo lo que necesita de salvación
en el contexto moderno de racionalización “sistémica”, sino el mundo pre-racional
y pre-lingüístico de la individualidad afectiva y pulsional. Es esa
individualidad pre-racional y pre-lingüística la que es receptiva al arte
dramático-musical de Wagner, que expresa en el elemento musical de su obra, que
Wagner consideraba que tenía un carácter irracional “femenino”, todo el mundo
de la voluntad profunda individual, que es lo que verdaderamente está en
contradicción con el proceso moderno de racionalización social.
Justo por
esto, hay que conceder una primacía en la recepción romántica individualista de
la obra de Wagner a su parte puramente musical sobre la temática dramática,
que, especialmente en el “Anillo” y en “Parsifal”, es demasiado deudora de una
visión política del problema de la modernidad y de sus posibles soluciones.
Distinto es el caso de las llamadas óperas románticas (“El holandés errante”,
“Tannhäuser” y “Lohengrin”), en las que su temática dramática es perfectamente
asimilable referida a una problemática psicológico-afectiva y la “redención por el
amor” va referida al destino de la individualidad singular y no al destino
político de la humanidad. Pero se puede generalizar y decir que en Wagner lo
musical se corresponde con lo psicológico y lo dramático está contaminado por
la política. Hay que dejarse llevar en la recepción de Wagner por lo
psicológico-musical y neutralizar todo lo que sea posible la política. Para
ello también debe ser concedida una primacía a la interpretación de los temas
dramáticos basada en lecturas de la psicología profunda sobre la interpretación
política, que por muchos esfuerzos hermenéuticos que se hagan, siempre nos va a
colocar en lo referente a la obra de Wagner en el terreno de un maniqueísmo
romántico cuyas implicaciones antimodernas nos llevarían directamente a
posiciones peligrosas por su reaccionarismo simplificador y no consciente de la
problemática ambivalencia de la modernidad.
En la
recepción de Wagner es perfectamente posible aislar los efectos emotivo
irracionales de su música de las
complicaciones argumentales y simbólicas de sus temas dramáticos, sobre los que
ha de aplicarse el entendimiento. Es posible dejarse llevar por el sentimiento
de la música olvidándose por completo de su pretendida significación dramática.
Decir esto supone admitir que Wagner fracasó en su intento de que su obra
supusiera una síntesis perfecta entre música y drama , entre sentimiento
profundo irracional (“femenino”, decía él) e inteligencia productora e
interpretadora de una simbología dramática. El rapto emocional que estimula la
música wagneriana puede hacerse autónomo frente a los significados dramáticos
que Wagner quiso depositar en ella. En el planteamiento teórico de Wagner hay
latente una supeditación de la música como expresión emocional de la voluntad a
la representación, que pertenece al reino del entendimiento. Pero esta
supeditación puede ser quebrada en la escucha efectiva de la música, que puede
dejarse llevar por la estimulación emotiva olvidándose de la trama de
significados que la inteligencia dramática de Wagner quiso urdir con ella. Esto
supone, desde luego, ir totalmente en contra de lo que Wagner quería para la
recepción de sus obras, pero a ello obliga el que no es posible la síntesis
entre sentimiento e inteligencia, entre fuerza emotiva de la voluntad y
representación, sino que se hace necesario bien guiarse por la inteligencia,
aunque sea en una versión dramático-simbólica que se supone llega a estratos de
la representación más profundos que los que alcanzan los razonamientos lógicos,
o bien dejarse llevar por el sentimiento como puro fluir de la voluntad no
sometido a relaciones de causalidad que deban ser pensadas por los mecanismos
intelectuales de la representación. En Wagner no hay fusión del intelecto
dramático representativo y de la
expresión musical emocional de la voluntad porque no puede haberla. Hay que
elegir entre sentimiento e inteligencia, voluntad y representación, emoción y
razón. Si uno es seducido por la obra de Wagner, lo más fácil es que lo sea por
sus componentes de estímulos musicales irracionales y no por la razón dramática
que hay en el argumento y simbología de sus producciones. Tal vez sea posible
un disfrute de la obra de Wagner guiado por una inteligencia analítica de sus
obras, en la que la escucha “estructural” de su música con sus “leit-motivs” y
su urdimbre de relaciones simbólicas permita ese disfrute como ejercicio
intelectual, pero caer bajo el hechizo de Wagner creemos que supone dejarse
arrastrar por el fluir emocionalmente estimulante d e su música desprendida de
la subordinación a la representación de
significados dramáticos.
Es cierto que
este tipo de escucha puramente emocional de Wagner, que como decimos contradice
claramente sus pretensiones teóricas, no es facilitado por la asistencia a la
representación completa de sus obras, sino que más bien se ve inducido por la
escucha en disco de lo que podemos llamar sus fragmentos culminantes.
Reconocemos que hay aquí un uso y disfrute totalmente inapropiados de la obra
de Wagner. Pero esta es nuestra vivencia de Wagner, que, por tanto, alcanza su
plenitud mucho más en nuestra casa con los aparatos electrónicos de
reproducción que en el teatro de Bayreuth o de cualquier otro sitio.
Ahora bien, aunque reconocemos que hay
aquí una total distorsión de la obra de
Wagner en nuestra recepción de la misma,
también decimos que su recepción ajustada requeriría, como Wagner mismo vio en
sus escritos teóricos, la existencia de una comunidad estética posibilitada
política y socialmente que no puede darse hoy en Bayreuth ni en ningún otro
teatro. Y puede ser que no se pueda dar no por ninguna razón coyuntural relativa la tipo de sociedad que tenemos sino
porque el teatro como tal no puede dejar de ser, bajo cualquier condición
social, una forma más de entretenimiento dirigido a la inteligencia y mezclado
siempre con la ostentación social, por lo que en él no sería posible, a pesar
de la existencia de un supuesto modelo
griego que refutaría esto que decimos, la vivencia total profunda, emocional e
intelectual a al vez, que Wagner pretendía que infundiera su obra.
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