En los pasados
días de Navidad y Año Nuevo se ha reabierto alguna de mis heridas juveniles
causadas por fracasos afectivos. Por eso me he decidido a escribir esta carta,
que si no puede ser ya de amor deseante en sentido materialista, quiere al
menos ser todavía expresión de un amor ya enteramente platónico y romántico en
sentido sublimado. Amor platónico, sublimado y romántico quiere decir, como
todo el mundo sabe, amor no dirigido al físico de alguien sino a la persona y a
su personalidad personal, y yo quiero demostrar ahora que sigo apreciando
vuestras personas con sus respectivas personalidades, aunque haya perdido, por
respeto a vuestro actual estado civil, toda intención de seducción o
perversión.
Cuando yo estuve enamorado de
vosotras erais tan encantadoras como Dalila, la seductora mujer filistea que
tan maravillosa era que la profunda personalidad espiritual de Sansón, Juez de
Israel, no pudo por menos que enamorarse de ella. Y gracias a vosotras he
aprovechado muy bien el tiempo y las energías libidinales de mi juventud. Pero
vuestra exquisita sensibilidad humana no
permitía que yo os gustara, con mi rareza y mi torpeza, y, por el contrario,
elegisteis como compañeros y luego como maridos a hombres de gran interés
humano y de gran sustancialidad personal. Encerrabais en vuestras graciosas
mentes miles secretos de plenitud espiritual y miles promesas de felicidad y
los habéis entregado a hombres que por su dedicación a nobles actividades
positivas y útiles se lo merecían (todo el mundo sabe que lo noble es sinónimo
de lo útil socialmente). Y así, ofrecisteis vuestro tesoro de delicias
personales espirituales a hombres sencillos y de buenos pensamientos que las
han hecho fructificar. Porque no me cabe la menor duda de que en el futuro
vuestros hijos e hijas serán `personas
tan valiosas y realizadas como sois vosotras y vuestros maridos. Erais y habéis
seguido siendo, y seguro que así serán vuestros hijos e hijas, personas de gran
sensibilidad y receptividad hacia lo extraordinario, lo no convencional ni
vulgar, hacia todo lo que es noble y elevado.
Admiro vuestra sana dedicación a la
santa voluptuosidad conyugal y vuestra
vocación de madres hacendosas y solícitas, pues nada hay más importante en la
vida humana que la transmisión de la mera existencia biológica. Como personas
de pensamiento recto y sensato sabéis
que hay que dedicarse a actividades que
la sociedad necesita; lo primero, desde luego la crianza de los hijos; y sabéis
también que tres cosas hay en la vida, salud, dinero y amor, pero también sois
conscientes, por lo menos alguna de vosotras, de que a ello hay que añadirle un
poco de cultura, como, por ejemplo, la lectura de novelas de gran calidad literaria
que tengan intriga y un buen argumento y nos enseñen al mismo tiempo algo de
historia o de psicología humana o como la asistencia a espectáculos teatrales o
similares que nos hagan pasar un buen rato y nos hagan olvidar las cosas serias
y difíciles de la vida.
Hoy pertenecéis al admirable
patrimonio burgués (no uso este adjetivo en sentido despectivo sino en
referencia a una clase laboriosa, honrada y de vida ordenada y productiva) de
un pueblo tan culto, sensible y espiritual como es Daimiel.
No he querido con esta carta
realizar un ejercicio literario decorativo, cursi, sensiblero y hortera sino
deciros que a pesar de lo mucho que me habéis hecho sufrir (sufrimiento del que
yo fui culpable por aspirar a lo que no era para mí según los cauces normales
de las relaciones humanas basadas en al confianza y la costumbre), yo os
admiro, os respeto y os aprecio, porque sois ejemplo y arquetipo (esto quiere
decir modelo) de la laboriosa, “apañada” y sensata mujer manchega, que tan bien
cantó Antonio Machado.
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