jueves, 21 de febrero de 2019

A FAVOR DE L.A TRADICIÓN .Y EL ESPÍRITU FRENTE A LA HEGEMONÍA CULTURAL LIBERAL-PROGRESISTA

A FAVOR DE LA TRADICIÓN Y EL ESPÍRITU FRENTE A LA HEGEMONÍA CULTURAL LIBERAL-PROGRESISTA. 


Algunos periodistas del establishment político-mediático que impone la hegemonía cultural liberal-progresista existente en nuestra sociedad dan a entender que oponerse a esa hegemonía significa estar favoreciendo una crisis del sistema político que puede producir una vuelta al resurgir de los totalitarismo criminales del periodo de entreguerras.
Es cierto que el liberalismo democrático produce un funcionamiento racionalizado del sistema político que reprime importantes magnitudes de afectividad política, digamos "identitaria", cuya irrupción en la escena de la convivencia social puede ser peligrosa. Pero no deja de ser una frivolidad periodística dar a entender que la única alternativa a la hegemonía liberal-progresista y su política racionalizada es la irrupción de fuerzas oscuras potencialmente criminales por su tendencia a la exclusión y a sentimientos de pertenencia comunitaria que harían estallar la convivencia basada en el reconocimiento universalista propio de una sociedad de ciudadanos libres e iguales. 
La racionalización liberal-progresista de la vida política y del vínculo social no puede ahogar por completo la afectividad comunitaria e identitaria de los individuos, que necesitan reconocerse y sentirse como algo más que como ciudadanos dotados de iguales derechos y  capacitados jurídicamente para defender sus intereses por vía política representativa. Y cuando esos sentimientos de pertenencia comunitaria simbólicamente afectivos son atacados desde otros sentimientos de pertenencia igualmente afectivos no se puede pedir a los individuos afectados que se limiten a reaccionar desde el universalismo legalista del reconocimiento basado solo en la igualdad de derechos para todos garantizada constitucionalmente. Se trata de conseguir que esas necesidades afectivas de reconocimiento comunitario y basado en sentimientos de pertenencia puedan expresarse y satisfacerse sin que ello provoque la irrupción de fuerzas históricas oscuras que acaben con la racionalidad política liberal-democrática. 
Para evitar tal peligro político, la esfera donde habría que intentar la recuperación de la expresión y el reconocimiento basados no en la condición de individuos como sujetos políticos abstractos sino en la condición de personas con identidad afectiva concreta sería la esfera cultural. Una esfera cultural que ahora está totalmente ocupada por la hegemonía liberal-progresista que reprime y elimina toda identificación comunitaria basada en valores tradicionales y espirituales. Estos valores ya no constituyen un entramado cultural autoritario contra el que tendría que luchar el individuo tendente a su singularización, sino que este tiene que enfrentarse hoy más bien a al consenso ideológico liberal-progresista. El individuo que quiera aprovechar la autonomía política garantizada por el sistema democrático-liberal para adoptar formas de vida, de pensamiento y de sentimiento singularizadas y no gregarias tiene hoy su enemigo en el liberal-progresismo, que ha creado un gregarismo cultural tan ideológico, en el sentido de dotado de fuerza simbólica coactiva sobre la conciencia individual, como las antiguas representaciones de la tradición. Es una ilusión creer que la nueva ideología liberal-progresista crearía una reflexividad que no existiría en el marco de las ideologías tradicionales. La disidencia y la reflexividad del individuo exigen hoy una ruptura con el consenso social liberal-progresista.
Y el contenido de este consenso no es exclusivamente la justicia de las relaciones de reconocimiento, en la convivencia y la comunicación, que tendría solo un carácter procedimental garantizador de la libertad e igualdad universales, sino que la cultura liberal-progresista tiene un contenido sustancial positivo que da como buenas y valiosas formas de vida y de pensamiento particulares opuestas a las formas de vida tradicionales. La cultura liberal-progresista supone una positividad sustancial que racionaliza las formas de vida y no es simplemente una cultura de los procedimientos justos que garantizan la libertad e igualdad de todos los sujetos sociales convertidos en ciudadanos reconocidos en sus derechos y en su capacidad jurídica para defender democráticamente sus intereses. El liberal-progresismo sobrepasa la esfera  política de las garantías de lo justo, en cuanto universalidad de los derechos que permiten igualdad y libertad para todos, y penetra en la esfera cultural imponiendo, en su hegemonía, como buenas determinadas formas de vida y determinados contenidos sustantivos de vida y de pensamiento. Es un fenómeno cultural que lo que hace es favorecer el avance de la racionalización de la vida y no un mero mecanismo de protección y extensión de derechos políticos. No existe una pureza procedimental de lo justo que sería neutral en relación a la elección libre de formas de vida sustantivas garantizada por ella, sino que la fuerza racionalizadora de los principios universalistas de justicia somete y elimina las formas de vida y los contenidos de vida sustanciales que se basan en la particularidad de tradiciones y de intuiciones personales y comunitarias de valor.
Es en la esfera cultural donde hay que oponer al liberal-progresismo racionalizador una contención basada en el espíritu y la tradición. En el espíritu, en el sentido de la vida no sometida enteramente a los valores de lo útil y lo agradable, sino capaz de reconocer y crear valores vitales, intelectuales, estéticos, éticos y de lo sagrado por encima de lo útil y de lo agradable. Y en la tradición, en el sentido de la vida arraigada en sentimientos de pertenencia no reducibles ni asimilables por un funcionamiento del reconocimiento basado en la abstracción del carácter de sujetos políticos de los individuos, aunque sea en un sentido universalista garantizador de la libertad y la igualdad de todos. 
No se puede pretender hoy que exista un Estado que favorezca la tradición y el espíritu, pero sí se puede luchar culturalmente por qué la identidad de los individuos  no tenga que sucumbir al proceso de racionalización que si acaba con todo lo tradicional también somete la vida al primado de los valores referidos a lo útil y lo agradable, y con ello destruye el espíritu. Tanto la disidencia singularizadora como los sentimientos de pertenencia comunitaria necesitan que se desarrolle una cultura que, siempre aprovechando la garantía política de la libertad y la autonomía individuales, permita la adopción de formas de vida no libradas enteramente a la razón abstracta del reconocimiento y la expresión basados en la condición universal de "ciudadanos" ostentada por todos los individuos. 
Es cierto que la tradición y el espíritu pueden adquirir un sentido ideológico en tanto medios de compensación privada de la integración en en el funcionamiento social basado en motivaciones materialistas ligadas a las formas convencionales de amar y trabajar. Pero es tarea cultural del individuo en busca de su singularización encontrar los manaderos puros y profundos de la tradición y el espíritu más allá de toda funcionalidad social ideológica. Y es también tarea cultural de este mismo individuo,una de las más difíciles y delicadas de entre las suyas, combinar el "esencialismo" que conlleva la inserción en el pensamiento tradicional y espiritual con el "nominalismo" que necesita como soporte teórico el individualismo de la subjetividad disidente singularizada en su soberanía no sometida a ningún modelo de "normalidad" humana. 
La adopción, frente a la racionalización liberal-progresista, de formas de vida, pensamiento y sentimiento basadas en la tradición y el espíritu no supone un regreso a ideologías cuasi-naturales y faltas de reflexividad que habrían sido dejadas ya totalmente atrás por el proceso de modernización , sino que supone hoy una posibilidad de singularización personal y la manifestación de una afectividad de la identidad y su reconocimiento para la que ya no hay lugar en el sistema político y que es avasallada por la hegemonía cultural de las formas de vida sustantivas impuestas por el proceso de racionalización liberal-progresista, que, además, se muestra indefenso frente a las exigencias de rendimiento y eficacia productiva y funcional que impone el sistema económico del mercado. 
Por lo tanto, hay que reconocer la validez política de la razón práctica universalista que garantiza la condición abstracta de ciudadanos libres e iguales para todos, pero esto hay que complementarlo y compensarlo con una lucha cultural a favor de formas de vida y de actitudes sustantivas tradicionales y espirituales, que son las únicas que permiten si no una contención, al menos una compensación de la lógica racionalizadora tanto del sistema político como del sistema económico. Además dichas formas de vida y de actitud son el medio en el que hay que buscar hoy la singularización personal frente al gregarismo liberal-progresista, que difícilmente, por mucha apariencia radical y ácrata que quiere adoptar, puede ocultar su carácter burgués racionalizador, esto es propagador del desencantamiento del mundo y de la vida y del sometimiento creciente de todo y de todos a la funcionalidad social.   



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