martes, 20 de febrero de 2024

CARTA DE AMOR AL AMOR


 

 

Me he decidido a escribirte esta carta, Amor, siguiendo el ejemplo de la conocida monja portuguesa Mariana Alcoforado, supuesta autora en el siglo XVII de las también célebres Cartas de amor de una monja portuguesa y de la que se decía que estaba enamorada del Amor. Yo también siento hacia ti mismo el sublime sentimiento del enamoramiento que idealiza, ennoblece y eleva siempre, de manera transfiguradora, su objeto. En este bajo mundo lleno de imperfección y transitoriedad y de la vulgaridad y la grosería que inevitablemente impregnan nuestra servidumbre a las tareas cotidianas y nuestro vernos atrapados en la insustancialidad de la vida social convencional, tú eres fuente de idealización y sublimación de nuestra existencia, afecto que es vía de acceso a las grandiosas cumbres de una espiritualización no represiva, sino intensificadora y ampliadora de las posibilidades de Eros. 

                  Pero, yendo más allá de esta idea de Herbert Marcuse de la “sublimación no represiva”, bien estaría decir que tú cuando eres auténtico en tu pureza no tienes nada que ver con el deseo sexual y alcanzas una sublimidad que trasciende toda pulsión carnal, al convertirte en idealización pura del objeto al que vas dirigido. Hay que fijar una estricta separación y aun una contraposición entre la Afrodita Urania, la Afrodita del amor celestial y espiritual exaltada por el divino Platón, y la Afrodita Pandemós (para los romanos Venus vulgivaga o Venus popularis), la del amor de los vulgares e inferiores placeres sensuales. Yo, por supuesto, me dirijo a ti bajo la advocación de la Afrodita Urania. Suscribo plenamente las palabras que en relación con esto escribe el filósofo Otto Weininger en el capítulo de su antaño famoso libro Sexo y carácter dedicado a exponer su teoría del amor: “Existe, pues, el amor “platónico”, aun cuando lo nieguen los profesores de psiquiatría. Podría incluso decir que sólo existe el amor “platónico”. Lo que también se suele llamar amor pertenece al reino de lo inmundo. Únicamente hay un amor: el amor por Beatriz, la adoración de la Madonna. Para el coito está destinada la prostituta babilónica”. Y antes había dicho el mismo filósofo vienés en el mismo capítulo: “Cuando un hombre desea a una mujer y dice que la ama, o miente o no sabe lo que es el amor: así son de diferentes el amor y el impulso sexual”. Y añade Weininger, despiadado pero con más razón que un santo: “He aquí que casi siempre se deba considerar como una hipocresía cuando se habla de amor en el matrimonio”. 

                  Por todo ello y por mi cansancio y mi indignación ante la manera en que las masas vulgares y filisteas mancillan tu nombre y tu idea, Amor, esta carta también quiere ser una carta de desprecio. De desprecio hacia los señores pequeñoburgueses y las señoras peuqeñoburguesas que te confunden con el cariño, de origen último biológico, es decir, animal, que ellos y ellas les toman a sus parientas o parientes y a la prole en el seno del matrimonio o de sus falsas superaciones dadas en sus actuales sucedáneos “de pareja”. De desprecio a los que, por la extensión del uso de la expresión “hacer el amor”, no en su sentido español castizo, sino en su sentido frívolo francés (en español tradicionalmente esta expresión significaba cortejar, manifestar a una mujer un deseo amoroso, no practicar la cópula), te mezclan con la “desublimación represiva”, como diría también Herbert Marcuse, de la promiscuidad y el guarreo que hay en la sociedad actual.

                  Pero hay que dejar claro que lo que yo opongo aquí a la sentimentalidad burguesa funcional matrimonial y a la vez a la promiscuidad sexual (llamada hoy, en el contexto del progresismo banal que nos asola, “poliamor”)  no es el mito romántico del amor-pasión , que no puede desmentir su fundamento último en la fiebre extática del deseo y del placer, sino el amor puramente ideal, el amor que consiste en el entusiasmo interior, puramente subjetivo, sin realización práctico-material, ante una persona que se convierte en referencia sublime de todos nuestros impulsos superiores completamente idealizadores y transfiguradores. El amor romántico, como magistralmente señala Max Scheler en su libro Esencia y forma de la simpatía, es una mezcla de sensualidad y espiritualidad y el amante romántico lo que hace en realidad es condimentar con veleidades intelectuales y culturales su deseo de gozo carnal. (Ni que decir tiene que cuando hablamos aquí de amor romántico no nos referimos a la sensiblería cursi que es tenida por tal amor romántico en el lenguaje del vulgo, sino al amor del romanticismo entendido como movimiento literario, ideológico e incluso filosófico que nace a principios del siglo XIX y que deja sentir su onda expansiva hasta momentos muy posteriores de la sociedad burguesa tradicional). El Amor al que aludimos en esta carta y el Amor que amamos es el Amor completamente sublimado, no equívocamente espiritualizado como el amor-pasión de los románticos. Es el “Amor puro” también en el sentido clásico del Amor que no espera recompensa, que no necesita tener esperanza en su consumación para arder divinamente en su llama pura. Eso eses tú, Amor sublime (“hohe Liebe”, como decían los Minnesinger, los trovadores alemanes de la Edad Media), y eso es el sentimiento profundo, noble e intensificador de la vida que queremos seguir sintiendo, aunque ya falte toda efectividad del deseo carnal y toda capacidad mundana de amar convencionalmente y trivialmente.       

                        

 

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