Voy a comentar aquí mi
experiencia con psiquiatras, por la que he tenido que pasar para tratarme un
trastorno obsesivo-compulsivo (TOC), lo que antes se llamaba neurosis
obsesivo-compulsiva, que padezco desde la infancia.
Antes
quiero llamar la atención sobre lo imprescindible que es el que los padres
tengan una mínima cultura psiquiátrica. Cuando de niño les comente a mis padres
lo que me pasaba, que eran claramente síntomas neuróticos, ellos no le dieron
importancia pensando que se trataba de miedos pasajeros de la infancia. Si me hubieran llevado entonces al
psiquiatra, cuando mi enfermedad estaba menos cargada “ideológicamente”,
seguramente se hubiera podido atajar o atenuar notablemente con un simple
tratamiento farmacológico. Pero como para el pensamiento burgués y
pequeñoburgués las instituciones psiquiátricas, junto con la cárcel y el
hospital –este último de una manera peculiar que sería interesante analizar-
constituyen la delimitación de un terreno que produce pavor, ir al psiquiatra
era visto entonces, como todavía sucederá en muchos medios incultos, como una
tragedia.
Durante
casi quince años he estado visitando a un hombre de espíritu humanista y
talante liberal ( cuya conciencia es susceptible, por razones que no vienen
ahora al caso, de un interesante análisis ideológico), la relación terapéutica
con el cual creo que ha sido
tremendamente positiva para la contención de mi enfermedad, sobre todo porque
elevaba mi autoestima; no como una
elementa de la Seguridad Social, a la que acudí posteriormente aunque una sola
vez (claro, que si hubiera querido volver otra vez tendría que haber esperado
no sé si seis meses, en un momento de fuerte crisis de mi enfermedad), que vino
a decirme casi literalmente que yo era un desgraciado.
Antes de comenzar el tratamiento con el
psiquiatra “humanista” había visitado, siendo bastante joven, la consulta de un
psiquiatra “filisteo”, más filisteo que los cojones de Goliat (aunque la
conciencia de incircuncisos mentales como él
también podría prestarse a un desvelamiento de la capa ideológica y de
filosofía ingenua no autoconsciente que la recubre, análisis más difícil que el
de la conciencia del psiquiatra humanista-“liberal” anterior). Yo le intenté argumentar a este señor filisteo el carácter “dogmático”
de la psiquiatría haciendo un uso muy torpe y errado por mi parte de la
filosofía de Kant, pues por aquel entonces creía que el criticismo kantiano
podía ser utilizado para deslegitimar escépticamente la objetividad de la
ciencia , cuando se trata de todo lo contrario (que el kantismo, con su
doctrina de la incognoscibilidad de la
cosa-en-sí, supone un diagnóstico escéptico sobre la ciencia es una
interpretación torpemente errónea, pero en ella contaba con antecedentes
ilustres, pues Schopenhauer y Nietzsche interpretaron así a Kant toda su vida).
Tal vez hubiera sido mejor criticarlo, más modestamente, en nombre de un
delicioso librito del Dr. Marañón que se llama Crítica de la Medicina
dogmática, si hubiera conocido por entonces tal libro. También es verdad
que por aquel entonces, a mis 18 años, me encontraba en plena ebullición
ideológica y no soportaba a los tecnócratas de la mente que pretendían tener
soluciones o atenuantes para problemas que yo había aprendido en la
Antipsiquiatría, en David Cooper sobre todo, a considerar como fundamentalmente
políticos. Este psiquiatra “filisteo” me dijo que no volviera por su consulta
porque yo le cuestionaba su profesión.
Cuando
interrumpí la relación con el psiquiatra “humanista”, fundamentalmente por unos
malentendidos extrapsiquiatrícos que se produjeron a propósito de su conciencia
“liberal”, se me ocurrió acudir a la consulta de alguien que pretendía pasar
por psicoanalista. En realidad era un ignorante seudopsicoanalítico que creía
en la telepatía y en los viajes astrales y era lector de madame Blavatsky, la
fundadora de la secta de la teosofía. Le insinúe que en mi relación con las
mujeres podía haber estado presente un “complejo de tercero excluido” y por la
respuesta que me dio pude comprobar que el tío no se había enterado de nada.
Cuando salí corriendo de la
consulta de aquel señor fui a visitar, también en muy pocas ocasiones, a una
psicóloga que era otra inculta, como psicóloga, que presentaba su práctica
basada de hecho en las trivialidades de la autoayuda guiada con el pomposo y
huero título de terapia cognitivo-conductual de “enfoque lingüístico”. A esta
señora le comenté dos citas, una de Epicuro y otra de Shakespeare, sobre la
sinrazón y las desventajas de tener miedo a la muerte, y la señora se extrañaba
de que yo sabiendo eso le tuviera miedo a la muerte. Como si lo que sabemos
intelectualmente pudiera tener alguna repercusión o influencia sobre nuestra
vida psicológica concreta. Pero tal idea es, al parecer, el presupuesto
principal de la necedad cognitiva.
Siendo muy joven pensaba que los
trastornos mentales tenían que ser tratados por los psicólogos mejor que por
los psiquiatras por ser los primeros más “humanistas”. Ahora, por lo que he
visto, me atrevo a afirmar que la
mayoría de los psicólogos son analfabetos mentales. No voy a contar aquí
un chiste que hay sobre por qué los psicólogos no pueden recetar, porque es
demasiado cruel, pero puede ser deducido fácilmente de la anterior afirmación.
No obstante, si se combina la carrera de Psicología
con alguna carrera de “ciencias duras” o incluso con la de
Filosofía, se puede llegar a ser un verdadero sabio.
Después de
a la psicóloga he visitado otros psiquiatras con los que creo que no he tenido
demasiada mala suerte, porque se limitan a recetar, aunque en el caso de alguno
de ellos también tenía que aguantar algunas admoniciones triviales psicologista-humanistas, pero hechas con muy
buenas maneras y con un buen grado de sensibilidad hacia mi persona.
(Hablando
de mi neurosis: a algunos filósofos, los exegetas de Heidegger –que en paz
descanse, como diría el profesor Gustavo Bueno-, que hablan de la angustia en
un contexto sumamente académico y “ontológico”, cuando comentan Ser y Tiempo, les deseo que nunca
tengan que sufrir la angustia meramente “óntica” que produce la neurosis, una
angustia que es mero ente psicológico ante entes concretos espero que
imaginarios. Los que hablan de fenómenos vitales en términos “ontológicos” o “trascendentales”
o no sé si será correcto decir ontológico-trascendentales, merecen ser puestos
en la lista de enemigos de la vida iniciada por Nietzsche y son auténticos
filisteos intelectuales. Son disecadores de la vida. Están condenados a caer en
una trivialidad de lo general-ontológico que para oídos que no se dejan seducir
por jergas filosofísticas, aunque sean de la “autenticidad”, no pueden
disimular ni gestos enfáticos señalando hacia lo ontológico, ni gestos
tremendistas invocando la angustia o la muerte. Que la llamada “hermenéutica
fenomenológica de la facticidad” es un conjunto de trivialidades lo puede
comprobar cualquiera que se decida a traducir al lenguaje de la autoayuda todo
eso del “poder-ser”, el “proyecto yecto”, el “por-mor-de-sí”, el “tener-se” de
la existencia, la “apropiación” y la “propiedad” o “autenticidad” y demás,
traducción que me temo han podido estar cerca de hacer los psiquiatras que
utilizan o utilizaban el llamado enfoque “existencial”.)
La sabiduría popular, tan patosa
como siempre, piensa que el estudiar mucho puede producir locura (cosa que en
mi caso es totalmente falsa, pues mi enfermedad neurótica comenzó mucho antes
de mis estudios, en mi infancia, como he dicho, alrededor de los 8 o 9 años,
aparte de que estudiando lo que he estudiado, estudiar, lo que se dice
estudiar, he estudiado más bien poquito).
Me contaba el psiquiatra
“humanista” que una vez un señor del
campo le decía: “Yo tengo problemas porque he tenido que estudiar mucho”; y le
preguntó el psiquiatra: “¿Y qué ha tenido que estudiar usted?”; y le contestó
el labrador: “Yo en mi vida he tenido que estudiar los huesos de las mulas y
las cabañuelas de agosto”, o algo así.
Estudiar, como cualquier
actividad que requiera perderse-“alienarse”- en cualquier tipo de objetividad y
olvidarse de uno mismo, siempre será algo psicológicamente sanísimo. Esa otra
actividad puede ser, por ejemplo, leer (si son cosas “serias” y no las
tonterías que suele leer la gente, mejor). Que leer también produce locura ha
sido una creencia popular alimentada en España por la recepción popular del Quijote.
No quisiera yo tratar de emular aquí al entrañable escritor derechón César
González- Ruano que una vez se presentó en una conferencia en el Ateneo
diciendo:”Cervantes era manco y por eso el Quijote está escrito con los
pies”, pero algunas veces dan ganas de decir que Cervantes era un filisteo,
sobre todo si no se dio cuenta de las implicaciones de lo que estaba
escribiendo y pensó que sólo estaba
produciendo una obra de entretenimiento y parodia. Pero sobre el Quijote
y la diferencia entre las intenciones del autor y la objetividad de la obra
producida, que se corresponde con la distinción escolástica entre finis
operantis (fin del operante) y finis operis (fin de la obra),
podemos hablar otro día.
Y qué decir de los medios
populares, e incluso algunas veces facultativos, que se consideran adecuados
para mantenerse mentalmente sano. Cuenta Claudio Magris en su estupendo libro
“El Danubio” que en Centroeuropa existía entre el siglo XVIII y XIX la creencia
popular de que andar mucho prevenía las enfermedades mentales, y uno que tenía
tendencias melancólicas se pasó media vida andando y al final se volvió más
loco que una cabra.
Igual ocurre con lo que se suele
decir hoy sobre lo conveniente que es
para la salud mental el no estar solo y “relacionarse”. Si se tienen problemas
de personalidad “relacionarse” sólo lleva a enfangarse en la problemática
psicologista de si habré quedado bien o no, si soy más o menos que los demás,
si me habré expresado bien y habré sabido comunicarme, si me ven “raro”o no me
ven “raro”, etc. La situación de mayor comodidad psicológica es la soledad,
donde toda problemática psicologista narcisista se va al carajo. Sobre todo si
uno tiene los suficientes recursos “culturales” para olvidarse de sí mismo y
“salvarse en las cosas”, según reza la expresión orteguiana. Aparte de que a
algunos de nosotros nos resulta imposible soportar, no por ningún snobismo o
intelectualismo sino por una realidad psicológica, el imperio de la
cháchara insustancial y las habladurías en el que “cae” “el ser-ahí en su
cotidiano término medio”, como dice el otro en su jerga. Cuando, empujados por
la pulsión de ver chicas, solíamos salir a los sitios donde hay gente y chicas
de buen ver, teníamos que recurrir al abuso del alcohol para poder aguantar
semejante imperio de la cháchara y las habladurías o poder evadirnos de él.
Pero el individuo nunca está
solo, está siempre con los vivos y con los muertos. El profesor Gustavo Bueno
explica así el ser-con-los otros, como diría el otro, que envuelve a vivientes
y no vivientes, y lo explica de una manera material y concreta, no como el
otro: las personas muertas influyen, con lo que han hecho en sus vidas, sobre
nosotros, pero nosotros ya no podemos influir sobre ellas; en relación con los
otros vivientes, ellos influyen sobre nosotros y nosotros influimos sobre
ellos; y en relación con los no nacidos todavía , nosotros estamos ya
influyendo sobre ellos, pero ellos no pueden influir sobre nosotros todavía.
Una distinción ya clásica en
psiquiatría , que todavía aparece en libros de divulgación, es la distinción
entre neurosis y psicosis. Esta distinción puede hacerse comprender si
recurrimos a la diferencia entre las expresiones populares “estar mal de los
nervios” (neurosis) y “estar mal de la cabeza” (psicosis). Hay un chiste, que
decía un psiquiatra divulgador que es malo pero que a mí me parece bastante
bueno, que también puede ayudar a comprender la diferencia: le preguntan a un
psicótico “¿cuántos son 2 y 2?” , y dice una barbaridad, 80 millones; se lo
preguntan a un neurótico y dice “Cuatro, pero no puedo soportarlo”.
En términos psicoanalíticos, la
diferencia entre neurosis y psicosis radica en que ante la contradicción
deseo-realidad, el neurótico niega el deseo y esto le causa problemas por el
famoso “retorno de lo reprimido”, mientras que ante la misma contradicción el
psicótico niega la realidad.
Hay que advertir que la
distinción entre psicosis y neurosis está en desuso en la psiquiatría actual,
supongo que por sus connotaciones psicoanalíticas, enfoque este el
psicoanalista del que huyen como de la peste la mayoría de los psiquiatras
actuales; y así por ejemplo no aparece en el
DSM-IV (texto revisado) de 2000 (traducción española de 2002), que es el
listín USA de enfermedades mentales por el que se guía la tecnocracia mental,
como le decía yo al psiquiatra “filisteo” del que hablamos antes. En este
“manual nosológico” la casi totalidad de
las enfermedades mentales aparecen designadas con el común denominador de
“trastornos”. Sí hay algunos de ellos que aparecen especificados como
“trastornos psicóticos”, pero el género “neurosis” ha desaparecido por
completo.
Por lo que respecta a la neurosis
obsesiva (mi enfermedad), el Dr. Francisco Alonso-Fernández llega incluso a
decir en su Compendio de Psiquiatría,
utilizado como libro de texto, al menos
hace años, por los estudiantes de Medicina de la UCM: “Son muchos los autores
que se resisten a incluir entre las neurosis los cuadros obsesivos de evolución
crónica. La mutación o ruptura existencial que implican y su modo seudomágico
de estar-en-el-mundo[ya está aquí la influencia, supongo que meramente
“óntica”, del otro] son factores más próximos al mundo de las psicosis que al
de las neurosis”. O sea, hablando en plata, que el neurótico obsesivo está tan
loco como el psicótico.
La delimitación de la normalidad
con respecto a toda anormalidad neurótica o psicótica la dejó establecida Freud
de manera magistral: “¿ Quién es la persona normal? La que es capaz de amar y
trabajar.”
Pero ni la psicosis ni la
neurosis son estados permanentes y continuos y no es muy cierto lo que se decía
tradicionalmente: que entre la neurosis y la normalidad no existe una línea de
demarcación clara, pues todas las personas son un poco neuróticas y sólo se
llega a la neurosis patológica cuando en una línea continua se está hacia el
extremo, mientras que entre la psicosis y la normalidad sí hay una línea de
separación clara o solución de continuidad. Un psiquiatra “normal” me comentó
que una persona que sea dominante y con capacidad de influencia psicológica
puede provocar, si se lo propone, en otra normal, hablando con ella, un brote
psicótico.
Tampoco es completamente cierto
que la diferencia entre neurosis y psicosis está en que los neuróticos son
conscientes de su enfermedad y sufren por ello, mientras que los psicóticos no
saben que están locos, pues hay bastantes esquizofrénicos, sobre todo cuando
tienen cierta “cultura” –y ya hemos hablado
de lo importante que es este factor para amortiguar el efecto de las
enfermedades mentales -, que son conscientes de su enfermedad.
Pero pasemos a hablar un poco de
la Antipsiquiatría. El psiquiatra “humanista” me dijo una vez que las ideas
antipsiquiátricas estaban en conexión con ideas populares sobre la locura que
surgen espontáneamente entre la gente. Y es cierto que en algunas clases de
ética cuando proponía a los alumnos hablar sobre el tema de las enfermedades mentales, en las contadas ocasiones
en que en dichas clases se podía hablar de algo, surgían, por parte de algunas
chicas, ideas, aunque expresadas de manera más vulgarizada, que están en la
Antipsiquiatría, como la de que muchos casos psiquiátricos se deben al “acoso”
que por parte de los “normales” sufren personas especialmente sensibles. Sin
embargo uno de los antipsiquiatras más destacados, David Cooper, insistía en
que en ningún modo se trataba de “romantizar la locura”, que es lo que surge
algunas veces en la ideología popular, sino de “politizar la locura”.
La
Antipsiquiatría fue un movimiento médico-político (pues tanto David Cooper,
como Laing, como Franco Basagilia como otros patriarcas de este movimiento eran
médicos psiquiatras con su formación académica completa) que se desarrolló en
la época dorada del pensamiento y la acción antisistema, finales de los 60 y
años 70, y que vino a defender, por decirlo de una manera simplificada y
vulgarizada, que la locura era un acto de protesta del individuo frente a la
estupidización, la alineación y la reificación de la vida cotidiana debidas al
moldeamiento de ésta por la exigencias vitales del tardocapitalismo, y la
institución manicomial una pieza del engranaje represivo del Estado
capitalista. En este último sentido, el
auge de la Antipsiquiatría tuvo una repercusión práctica tangible en las
reformas psiquiátricas que se emprendieron en la mayoría de los países
occidentales (en España a comienzos de los años 80) y que dejaron los
manicomios prácticamente vacíos, reforma psiquiátrica que, como todas las
reformas “progresistas” , tuvo un resultado ambivalente, por la enorme carga
que pusó sobre los hombros de las familias de los enfermos y por las
repercusiones negativas que pudo tener en algunos casos sobre la seguridad de
los “normales”.
Pero lo más interesante de la
Antipsiquiatría no es lo que diga sobre las causas de la locura, que desde mi punto de vista actual también cae bajo la
categoría de lo “romántico”, aunque sea de lo romántico-político; sino la
crítica que hace de la “normalidad” existente en las actuales condiciones
sociales y culturales. Así describe, por ejemplo David Cooper, esa “normalidad”:”La “socialización primaria”
en la familia y la consiguiente “socialización secundaria” en la sociedad
extrafamiliar de la escuela, la universidad, el sindicato, la profesión y así
sucesivamente , inducen a un conformismo que yace (en el sentido más amplio de
la palabra) en la oposición de los estados de cordura y locura. La cordura y la
locura se encuentran en polos opuestos, y su única diferencia consiste en que
la persona cuerda, a diferencia de la loca, retiene –con un poco de suerte- una
dosis suficiente de estrategias normales, de la apariencia y no del hecho
del conformismo, para evitar la invalidación, es decir, el hecho de ser
convertido en un inválido o en un paciente por los depredadores del Mundo
Normal. El estado de normalidad, en el otro polo, representa la detención o la
esclerosis de una persona, y, como mínimo, la imbecilización, cuando no la
muerte de la existencia personal. Este proceso de normalización se funda en el
deseo de una vida fácil, uniforme, progresivamente acomodada, segura, ”feliz”,
que sin duda alguna es una especie de muerte. Simultáneamente quedan prohibidas
todas las señales de vida, las intensidades extáticas de la experiencia en el placer que atraviesan las fronteras de
la desesperación y el sufrimiento, y el amor orgásmico”
Ya decía Schopenhauer, el que
según el otro sólo decía trivialidades, que la vida del hombre “normal” se
asemeja al desplazamiento de un muñeco mecánico al que se le ha dado cuerda y
realiza sus ridículos movimientos sin enterarse de nada.
Pero la vida de la mayoría, la
“multitud de los superfluos” que diría Nietzsche, ha sido estúpida y será
estúpida por los siglos de los siglos, bajo el comunismo primitivo, si lo hubo,
el modo de producción asiático, el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo,
el “socialismo real” y cualquier otro sistema de producción que pueda advenir
en el futuro. Seguramente tiene razón el otro cuando dice que la “caída” del “ser-ahí” en lo que él llama
“impropiedad” es algo original e
inevitable del “ser-en-el-mundo”, y cuando añade, en su jerga, que “también se
entendería mal [esta] estructura ontológico-existenciaria, si se le quisiera
dar el sentido de una mala y lamentable propiedad óntica que quizá pudiera
eliminarse en estados más avanzados de la cultura humana”.
Sí es cierto que la Psiquiatría
ha podido, con los tratamientos manicomiales y “de fuerza”, tender a hacer
permanentes y continuas enfermedades que sí son crónicas, con excepciones como
la del famoso caso de las depresiones habituales, pero que se manifiestan por
crisis y altibajos. Y como me decía el psiquiatra “humanista” entre crisis y
crisis puede pasar una vida entera.
Existen casos en los que la
Psiquiatría , o más bien la ilustración psiquiátrica de la gente, es claramente
patógena, como en el caso de la depresión y de la anorexia. Estoy tentado de
decir –con todo el respeto del mundo hacia las muchas personas que, sin duda,
realmente hayan podido o puedan sufrir estas enfermedades, y hacia sus familias
–lo que creo que Foucault decía con respecto al amor: “ Si alguien no hubiera
oído hablar del amor, nunca se enamoraría”. A la Psiquiatría se el podría
aplicar en estos casos el famoso chiste del genial Karl Krauss, según el cual
“una de las enfermedades más extendidas es el diagnóstico”.
Dicho sea también con la salvedad de las familias que tengan que
sufrir en su seno un caso de psicosis y grave, y con el respeto también debido
a ellas, el mejor ambiente terapéutico será siempre el ambiente familiar, y el
de la familia de origen, pues el amor de padres y hermanos siempre será
inmensamente más rico y más grande que el “amor” que pueda dar cualquier
pareja. En la valoración de la familia sí que disiento totalmente del enfoque
negativo y destructivo que, dentro de su proyecto político y micropolítico,
tenía la Antipsiquiatría.
También disiento de la
predicación que hicieron los antipsiquiatras a favor de las drogas,
concretamente del LSD, como medio para liberarse de la “normalidad” burguesa.
Dedicaremos un próximo artículo a glosar por qué pienso que las drogas no
pueden ser un medio para “liberar” a nadie de nada.
En cuanto al tratamiento de las
enfermedades mentales con psicofármacos, que también fue ampliamente criticado
por la Antipsiquiatría desde su básico espíritu “romántico”, podemos afirmar,
desde nuestra experiencia, que si no curan –pues estas enfermedades suelen ser
crónicas, al menos las graves -, como me decían las chicas “sensibles” de la
clase de ética, sí son efectivos para atenuar y contener la enfermedad y
diferir los estados críticos. Me atrevería a afirmar la paradoja de que la
verdadera antipsiquiatría es el tratamiento farmacológico de las enfermedades
mentales. El psiquiatra tiene que limitarse a detectar los síntomas
estrictamente patológicos , diagnosticarlos, seguir su evolución y prescribir
la medicación indicada sin meterse ni en la vida ni en la forma de pensar del
paciente. La forma de vivir y de pensar del enfermo mental puede estar motivada
en parte por su enfermedad, pero en ella influyen multitud de otros factores,
psicológicos y no psicológicos, que están en relación con el carácter único de
cada persona y de su circunstancia, y donde no cabe ninguna intervención
médica, pues la particularidad personal es inaprensible por cualquier tipo de
ciencia (o filosofía), por razones intrínsecas, y además cae fuera,
afortunadamente, de lo que son las posibilidades clínicas de la medicina mental
en una sociedad liberal. El médico no puede cambiar la vida de nadie y todos
los intentos por hacerlo, convirtiéndose en consejero espiritual del paciente,
están condenados al fracaso de ver cómo se agudizan las contradicciones de éste
con su medio.
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