sábado, 6 de junio de 2020

SOBRE PSIQUIATRÍA Y ANTIPSIQUIATRÍA


                      

 

Voy a comentar aquí mi experiencia con psiquiatras, por la que he tenido que pasar para tratarme un trastorno obsesivo-compulsivo (TOC), lo que antes se llamaba neurosis obsesivo-compulsiva, que padezco desde la infancia.
            Antes quiero llamar la atención sobre lo imprescindible que es el que los padres tengan una mínima cultura psiquiátrica. Cuando de niño les comente a mis padres lo que me pasaba, que eran claramente síntomas neuróticos, ellos no le dieron importancia pensando que se trataba de miedos pasajeros de la  infancia. Si me hubieran llevado entonces al psiquiatra, cuando mi enfermedad estaba menos cargada “ideológicamente”, seguramente se hubiera podido atajar o atenuar notablemente con un simple tratamiento farmacológico. Pero como para el pensamiento burgués y pequeñoburgués las instituciones psiquiátricas, junto con la cárcel y el hospital –este último de una manera peculiar que sería interesante analizar- constituyen la delimitación de un terreno que produce pavor, ir al psiquiatra era visto entonces, como todavía sucederá en muchos medios incultos, como una tragedia.
            Durante casi quince años he estado visitando a un hombre de espíritu humanista y talante liberal ( cuya conciencia es susceptible, por razones que no vienen ahora al caso, de un interesante análisis ideológico), la relación terapéutica con el cual  creo que ha sido tremendamente positiva para la contención de mi enfermedad, sobre todo porque elevaba mi autoestima;  no como una elementa de la Seguridad Social, a la que acudí posteriormente aunque una sola vez (claro, que si hubiera querido volver otra vez tendría que haber esperado no sé si seis meses, en un momento de fuerte crisis de mi enfermedad), que vino a decirme casi literalmente que yo era un desgraciado.
               Antes de comenzar el tratamiento con el psiquiatra “humanista” había visitado, siendo bastante joven, la consulta de un psiquiatra “filisteo”, más filisteo que los cojones de Goliat (aunque la conciencia de incircuncisos mentales como él  también podría prestarse a un desvelamiento de la capa ideológica y de filosofía ingenua no autoconsciente que la recubre, análisis más difícil que el de la conciencia del psiquiatra humanista-“liberal” anterior).  Yo le intenté argumentar  a este señor filisteo el carácter “dogmático” de la psiquiatría haciendo un uso muy torpe y errado por mi parte de la filosofía de Kant, pues por aquel entonces creía que el criticismo kantiano podía ser utilizado para deslegitimar escépticamente la objetividad de la ciencia , cuando se trata de todo lo contrario (que el kantismo, con su doctrina de la incognoscibilidad de la  cosa-en-sí, supone un diagnóstico escéptico sobre la ciencia es una interpretación torpemente errónea, pero en ella contaba con antecedentes ilustres, pues Schopenhauer y Nietzsche interpretaron así a Kant toda su vida). Tal vez hubiera sido mejor criticarlo, más modestamente, en nombre de un delicioso librito del Dr. Marañón que se llama Crítica de la Medicina dogmática, si hubiera conocido por entonces tal libro. También es verdad que por aquel entonces, a mis 18 años, me encontraba en plena ebullición ideológica y no soportaba a los tecnócratas de la mente que pretendían tener soluciones o atenuantes para problemas que yo había aprendido en la Antipsiquiatría, en David Cooper sobre todo, a considerar como fundamentalmente políticos. Este psiquiatra “filisteo” me dijo que no volviera por su consulta porque yo le cuestionaba su profesión.
            Cuando interrumpí la relación con el psiquiatra “humanista”, fundamentalmente por unos malentendidos extrapsiquiatrícos que se produjeron a propósito de su conciencia “liberal”, se me ocurrió acudir a la consulta de alguien que pretendía pasar por psicoanalista. En realidad era un ignorante seudopsicoanalítico que creía en la telepatía y en los viajes astrales y era lector de madame Blavatsky, la fundadora de la secta de la teosofía. Le insinúe que en mi relación con las mujeres podía haber estado presente un “complejo de tercero excluido” y por la respuesta que me dio pude comprobar que el tío no se había enterado de nada.
Cuando salí corriendo de la consulta de aquel señor fui a visitar, también en muy pocas ocasiones, a una psicóloga que era otra inculta, como psicóloga, que presentaba su práctica basada de hecho en las trivialidades de la autoayuda guiada con el pomposo y huero título de terapia cognitivo-conductual de “enfoque lingüístico”. A esta señora le comenté dos citas, una de Epicuro y otra de Shakespeare, sobre la sinrazón y las desventajas de tener miedo a la muerte, y la señora se extrañaba de que yo sabiendo eso le tuviera miedo a la muerte. Como si lo que sabemos intelectualmente pudiera tener alguna repercusión o influencia sobre nuestra vida psicológica concreta. Pero tal idea es, al parecer, el presupuesto principal de la necedad cognitiva.   
Siendo muy joven pensaba que los trastornos mentales tenían que ser tratados por los psicólogos mejor que por los psiquiatras por ser los primeros más “humanistas”. Ahora, por lo que he visto, me atrevo a afirmar que la  mayoría de los psicólogos son analfabetos mentales. No voy a contar aquí un chiste que hay sobre por qué los psicólogos no pueden recetar, porque es demasiado cruel, pero puede ser deducido fácilmente de la anterior afirmación. No obstante, si se combina la carrera de Psicología
con alguna carrera de “ciencias duras” o incluso con la de Filosofía, se puede llegar a ser un verdadero sabio.
            Después de a la psicóloga he visitado otros psiquiatras con los que creo que no he tenido demasiada mala suerte, porque se limitan a recetar, aunque en el caso de alguno de ellos también tenía que aguantar algunas admoniciones triviales  psicologista-humanistas, pero hechas con muy buenas maneras y con un buen grado de sensibilidad hacia mi persona.
            (Hablando de mi neurosis: a algunos filósofos, los exegetas de Heidegger –que en paz descanse, como diría el profesor Gustavo Bueno-, que hablan de la angustia en un contexto sumamente académico y “ontológico”, cuando comentan  Ser y Tiempo, les deseo que nunca tengan que sufrir la angustia meramente “óntica” que produce la neurosis, una angustia que es mero ente psicológico ante entes concretos espero que imaginarios. Los que hablan de fenómenos vitales  en términos “ontológicos” o “trascendentales” o no sé si será correcto decir ontológico-trascendentales, merecen ser puestos en la lista de enemigos de la vida iniciada por Nietzsche y son auténticos filisteos intelectuales. Son disecadores de la vida. Están condenados a caer en una trivialidad de lo general-ontológico que para oídos que no se dejan seducir por jergas filosofísticas, aunque sean de la “autenticidad”, no pueden disimular ni gestos enfáticos señalando hacia lo ontológico, ni gestos tremendistas invocando la angustia o la muerte. Que la llamada “hermenéutica fenomenológica de la facticidad” es un conjunto de trivialidades lo puede comprobar cualquiera que se decida a traducir al lenguaje de la autoayuda todo eso del “poder-ser”, el “proyecto yecto”, el “por-mor-de-sí”, el “tener-se” de la existencia, la “apropiación” y la “propiedad” o “autenticidad” y demás, traducción que me temo han podido estar cerca de hacer los psiquiatras que utilizan o utilizaban el llamado enfoque “existencial”.)

La sabiduría popular, tan patosa como siempre, piensa que el estudiar mucho puede producir locura (cosa que en mi caso es totalmente falsa, pues mi enfermedad neurótica comenzó mucho antes de mis estudios, en mi infancia, como he dicho, alrededor de los 8 o 9 años, aparte de que estudiando lo que he estudiado, estudiar, lo que se dice estudiar, he estudiado más bien poquito).
Me contaba el psiquiatra “humanista”  que una vez un señor del campo le decía: “Yo tengo problemas porque he tenido que estudiar mucho”; y le preguntó el psiquiatra: “¿Y qué ha tenido que estudiar usted?”; y le contestó el labrador: “Yo en mi vida he tenido que estudiar los huesos de las mulas y las cabañuelas de agosto”, o algo así.
Estudiar, como cualquier actividad que requiera perderse-“alienarse”- en cualquier tipo de objetividad y olvidarse de uno mismo, siempre será algo psicológicamente sanísimo. Esa otra actividad puede ser, por ejemplo, leer (si son cosas “serias” y no las tonterías que suele leer la gente, mejor). Que leer también produce locura ha sido una creencia popular alimentada en España por la recepción popular del Quijote. No quisiera yo tratar de emular aquí al entrañable escritor derechón César González- Ruano que una vez se presentó en una conferencia en el Ateneo diciendo:”Cervantes era manco y por eso el Quijote está escrito con los pies”, pero algunas veces dan ganas de decir que Cervantes era un filisteo, sobre todo si no se dio cuenta de las implicaciones de lo que estaba escribiendo y  pensó que sólo estaba produciendo una obra de entretenimiento y parodia. Pero sobre el Quijote y la diferencia entre las intenciones del autor y la objetividad de la obra producida, que se corresponde con la distinción escolástica entre finis operantis (fin del operante) y finis operis (fin de la obra), podemos hablar otro día.
Y qué decir de los medios populares, e incluso algunas veces facultativos, que se consideran adecuados para mantenerse mentalmente sano. Cuenta Claudio Magris en su estupendo libro “El Danubio” que en Centroeuropa existía entre el siglo XVIII y XIX la creencia popular de que andar mucho prevenía las enfermedades mentales, y uno que tenía tendencias melancólicas se pasó media vida andando y al final se volvió más loco que una cabra.
Igual ocurre con lo que se suele decir  hoy sobre lo conveniente que es para la salud mental el no estar solo y “relacionarse”. Si se tienen problemas de personalidad “relacionarse” sólo lleva a enfangarse en la problemática psicologista de si habré quedado bien o no, si soy más o menos que los demás, si me habré expresado bien y habré sabido comunicarme, si me ven “raro”o no me ven “raro”, etc. La situación de mayor comodidad psicológica es la soledad, donde toda problemática psicologista narcisista se va al carajo. Sobre todo si uno tiene los suficientes recursos “culturales” para olvidarse de sí mismo y “salvarse en las cosas”, según reza la expresión orteguiana. Aparte de que a algunos de nosotros nos resulta imposible soportar, no por ningún snobismo o intelectualismo sino por una realidad psicológica, el imperio de la cháchara insustancial y las habladurías en el que “cae” “el ser-ahí en su cotidiano término medio”, como dice el otro en su jerga. Cuando, empujados por la pulsión de ver chicas, solíamos salir a los sitios donde hay gente y chicas de buen ver, teníamos que recurrir al abuso del alcohol para poder aguantar semejante imperio de la cháchara y las habladurías o poder evadirnos de él.
Pero el individuo nunca está solo, está siempre con los vivos y con los muertos. El profesor Gustavo Bueno explica así el ser-con-los otros, como diría el otro, que envuelve a vivientes y no vivientes, y lo explica de una manera material y concreta, no como el otro: las personas muertas influyen, con lo que han hecho en sus vidas, sobre nosotros, pero nosotros ya no podemos influir sobre ellas; en relación con los otros vivientes, ellos influyen sobre nosotros y nosotros influimos sobre ellos; y en relación con los no nacidos todavía , nosotros estamos ya influyendo sobre ellos, pero ellos no pueden influir sobre nosotros todavía.

Una distinción ya clásica en psiquiatría , que todavía aparece en libros de divulgación, es la distinción entre neurosis y psicosis. Esta distinción puede hacerse comprender si recurrimos a la diferencia entre las expresiones populares “estar mal de los nervios” (neurosis) y “estar mal de la cabeza” (psicosis). Hay un chiste, que decía un psiquiatra divulgador que es malo pero que a mí me parece bastante bueno, que también puede ayudar a comprender la diferencia: le preguntan a un psicótico “¿cuántos son 2 y 2?” , y dice una barbaridad, 80 millones; se lo preguntan a un neurótico y dice “Cuatro, pero no puedo soportarlo”.
En términos psicoanalíticos, la diferencia entre neurosis y psicosis radica en que ante la contradicción deseo-realidad, el neurótico niega el deseo y esto le causa problemas por el famoso “retorno de lo reprimido”, mientras que ante la misma contradicción el psicótico niega la realidad.
Hay que advertir que la distinción entre psicosis y neurosis está en desuso en la psiquiatría actual, supongo que por sus connotaciones psicoanalíticas, enfoque este el psicoanalista del que huyen como de la peste la mayoría de los psiquiatras actuales; y así por ejemplo no aparece en el  DSM-IV (texto revisado) de 2000 (traducción española de 2002), que es el listín USA de enfermedades mentales por el que se guía la tecnocracia mental, como le decía yo al psiquiatra “filisteo” del que hablamos antes. En este “manual nosológico”  la casi totalidad de las enfermedades mentales aparecen designadas con el común denominador de “trastornos”. Sí hay algunos de ellos que aparecen especificados como “trastornos psicóticos”, pero el género “neurosis” ha desaparecido por completo.
Por lo que respecta a la neurosis obsesiva (mi enfermedad), el Dr. Francisco Alonso-Fernández llega incluso a decir en  su Compendio de Psiquiatría, utilizado como  libro de texto, al menos hace años, por los estudiantes de Medicina de la UCM: “Son muchos los autores que se resisten a incluir entre las neurosis los cuadros obsesivos de evolución crónica. La mutación o ruptura existencial que implican y su modo seudomágico de estar-en-el-mundo[ya está aquí la influencia, supongo que meramente “óntica”, del otro] son factores más próximos al mundo de las psicosis que al de las neurosis”. O sea, hablando en plata, que el neurótico obsesivo está tan loco como el psicótico.
La delimitación de la normalidad con respecto a toda anormalidad neurótica o psicótica la dejó establecida Freud de manera magistral: “¿ Quién es la persona normal? La que es capaz de amar y trabajar.”
Pero ni la psicosis ni la neurosis son estados permanentes y continuos y no es muy cierto lo que se decía tradicionalmente: que entre la neurosis y la normalidad no existe una línea de demarcación clara, pues todas las personas son un poco neuróticas y sólo se llega a la neurosis patológica cuando en una línea continua se está hacia el extremo, mientras que entre la psicosis y la normalidad sí hay una línea de separación clara o solución de continuidad. Un psiquiatra “normal” me comentó que una persona que sea dominante y con capacidad de influencia psicológica puede provocar, si se lo propone, en otra normal, hablando con ella, un brote psicótico.
Tampoco es completamente cierto que la diferencia entre neurosis y psicosis está en que los neuróticos son conscientes de su enfermedad y sufren por ello, mientras que los psicóticos no saben que están locos, pues hay bastantes esquizofrénicos, sobre todo cuando tienen cierta “cultura” –y  ya hemos hablado de lo importante que es este factor para amortiguar el efecto de las enfermedades mentales -, que son conscientes de su enfermedad.

Pero pasemos a hablar un poco de la Antipsiquiatría. El psiquiatra “humanista” me dijo una vez que las ideas antipsiquiátricas estaban en conexión con ideas populares sobre la locura que surgen espontáneamente entre la gente. Y es cierto que en algunas clases de ética cuando proponía a los alumnos hablar sobre el tema de las  enfermedades mentales, en las contadas ocasiones en que en dichas clases se podía hablar de algo, surgían, por parte de algunas chicas, ideas, aunque expresadas de manera más vulgarizada, que están en la Antipsiquiatría, como la de que muchos casos psiquiátricos se deben al “acoso” que por parte de los “normales” sufren personas especialmente sensibles. Sin embargo uno de los antipsiquiatras más destacados, David Cooper, insistía en que en ningún modo se trataba de “romantizar la locura”, que es lo que surge algunas veces en la ideología popular, sino de “politizar la locura”.
            La Antipsiquiatría fue un movimiento médico-político (pues tanto David Cooper, como Laing, como Franco Basagilia como otros patriarcas de este movimiento eran médicos psiquiatras con su formación académica completa) que se desarrolló en la época dorada del pensamiento y la acción antisistema, finales de los 60 y años 70, y que vino a defender, por decirlo de una manera simplificada y vulgarizada, que la locura era un acto de protesta del individuo frente a la estupidización, la alineación y la reificación de la vida cotidiana debidas al moldeamiento de ésta por la exigencias vitales del tardocapitalismo, y la institución manicomial una pieza del engranaje represivo del Estado capitalista. En este último sentido, el  auge de la Antipsiquiatría tuvo una repercusión práctica tangible en las reformas psiquiátricas que se emprendieron en la mayoría de los países occidentales (en España a comienzos de los años 80) y que dejaron los manicomios prácticamente vacíos, reforma psiquiátrica que, como todas las reformas “progresistas” , tuvo un resultado ambivalente, por la enorme carga que pusó sobre los hombros de las familias de los enfermos y por las repercusiones negativas que pudo tener en algunos casos sobre la seguridad de los “normales”.
Pero lo más interesante de la Antipsiquiatría no es lo que diga sobre las causas de la locura, que desde  mi punto de vista actual también cae bajo la categoría de lo “romántico”, aunque sea de lo romántico-político; sino la crítica que hace de la “normalidad” existente en las actuales condiciones sociales y culturales. Así describe, por ejemplo David Cooper,  esa “normalidad”:”La “socialización primaria” en la familia y la consiguiente “socialización secundaria” en la sociedad extrafamiliar de la escuela, la universidad, el sindicato, la profesión y así sucesivamente , inducen a un conformismo que yace (en el sentido más amplio de la palabra) en la oposición de los estados de cordura y locura. La cordura y la locura se encuentran en polos opuestos, y su única diferencia consiste en que la persona cuerda, a diferencia de la loca, retiene –con un poco de suerte- una dosis suficiente de estrategias normales, de la apariencia y no del hecho del conformismo, para evitar la invalidación, es decir, el hecho de ser convertido en un inválido o en un paciente por los depredadores del Mundo Normal. El estado de normalidad, en el otro polo, representa la detención o la esclerosis de una persona, y, como mínimo, la imbecilización, cuando no la muerte de la existencia personal. Este proceso de normalización se funda en el deseo de una vida fácil, uniforme, progresivamente acomodada, segura, ”feliz”, que sin duda alguna es una especie de muerte. Simultáneamente quedan prohibidas todas las señales de vida, las intensidades extáticas de la experiencia  en el placer que atraviesan las fronteras de la desesperación y el sufrimiento, y el amor orgásmico”       
Ya decía Schopenhauer, el que según el otro sólo decía trivialidades, que la vida del hombre “normal” se asemeja al desplazamiento de un muñeco mecánico al que se le ha dado cuerda y realiza sus ridículos movimientos sin enterarse de nada.
Pero la vida de la mayoría, la “multitud de los superfluos” que diría Nietzsche, ha sido estúpida y será estúpida por los siglos de los siglos, bajo el comunismo primitivo, si lo hubo, el modo de producción asiático, el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo, el “socialismo real” y cualquier otro sistema de producción que pueda advenir en el futuro. Seguramente tiene razón el otro cuando dice que la “caída”  del “ser-ahí” en lo que él llama “impropiedad” es algo original  e inevitable del “ser-en-el-mundo”, y cuando añade, en su jerga, que “también se entendería mal [esta] estructura ontológico-existenciaria, si se le quisiera dar el sentido de una mala y lamentable propiedad óntica que quizá pudiera eliminarse en estados más avanzados de la cultura humana”.
Sí es cierto que la Psiquiatría ha podido, con los tratamientos manicomiales y “de fuerza”, tender a hacer permanentes y continuas enfermedades que sí son crónicas, con excepciones como la del famoso caso de las depresiones habituales, pero que se manifiestan por crisis y altibajos. Y como me decía el psiquiatra “humanista” entre crisis y crisis puede pasar una vida entera.
Existen casos en los que la Psiquiatría , o más bien la ilustración psiquiátrica de la gente, es claramente patógena, como en el caso de la depresión y de la anorexia. Estoy tentado de decir –con todo el respeto del mundo hacia las muchas personas que, sin duda, realmente hayan podido o puedan sufrir estas enfermedades, y hacia sus familias –lo que creo que Foucault decía con respecto al amor: “ Si alguien no hubiera oído hablar del amor, nunca se enamoraría”. A la Psiquiatría se el podría aplicar en estos casos el famoso chiste del genial Karl Krauss, según el cual “una de las enfermedades más extendidas es el diagnóstico”.
Dicho sea también con  la salvedad de las familias que tengan que sufrir en su seno un caso de psicosis y grave, y con el respeto también debido a ellas, el mejor ambiente terapéutico será siempre el ambiente familiar, y el de la familia de origen, pues el amor de padres y hermanos siempre será inmensamente más rico y más grande que el “amor” que pueda dar cualquier pareja. En la valoración de la familia sí que disiento totalmente del enfoque negativo y destructivo que, dentro de su proyecto político y micropolítico, tenía la Antipsiquiatría.
También disiento de la predicación que hicieron los antipsiquiatras a favor de las drogas, concretamente del LSD, como medio para liberarse de la “normalidad” burguesa. Dedicaremos un próximo artículo a glosar por qué pienso que las drogas no pueden ser un medio para “liberar” a nadie de nada.
En cuanto al tratamiento de las enfermedades mentales con psicofármacos, que también fue ampliamente criticado por la Antipsiquiatría desde su básico espíritu “romántico”, podemos afirmar, desde nuestra experiencia, que si no curan –pues estas enfermedades suelen ser crónicas, al menos las graves -, como me decían las chicas “sensibles” de la clase de ética, sí son efectivos para atenuar y contener la enfermedad y diferir los estados críticos. Me atrevería a afirmar la paradoja de que la verdadera antipsiquiatría es el tratamiento farmacológico de las enfermedades mentales. El psiquiatra tiene que limitarse a detectar los síntomas estrictamente patológicos , diagnosticarlos, seguir su evolución y prescribir la medicación indicada sin meterse ni en la vida ni en la forma de pensar del paciente. La forma de vivir y de pensar del enfermo mental puede estar motivada en parte por su enfermedad, pero en ella influyen multitud de otros factores, psicológicos y no psicológicos, que están en relación con el carácter único de cada persona y de su circunstancia, y donde no cabe ninguna intervención médica, pues la particularidad personal es inaprensible por cualquier tipo de ciencia (o filosofía), por razones intrínsecas, y además cae fuera, afortunadamente, de lo que son las posibilidades clínicas de la medicina mental en una sociedad liberal. El médico no puede cambiar la vida de nadie y todos los intentos por hacerlo, convirtiéndose en consejero espiritual del paciente, están condenados al fracaso de ver cómo se agudizan las contradicciones de éste con su medio.              
          

          

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