(Las dos primeras partes de esta serie de artículos se encuentran en mi libro "Mis panfletos intelectuales", autopublicado en megustaescribir.com)
El intelectual neurótico adolescente
desarrolló una intensa, por obsesiva, pero esencialmente inauténtica y
equivocada relación con la música. Por decirlo en términos del título un conocido
artículo de Adorno, su relación con la música estuvo marcada por la proyección
sobre ella de un “carácter fetichista” y por la “regresión” en la escucha. Si
recurrimos a términos más modestamente psicológicos y con menos carga de especulación
crítica de tintes marxistas y freudianos, se puede decir también que su
relación musical estaba motivada por una mezcla de esnobismo y de disfrute
sensual nervioso. El objeto sobre el que recaía esa falsa relación del
neurótico intelectual era, por supuesto, la llamada música clásica.
Su
desastroso uso de la música se manifestaba tanto en una escucha desconcentrada
e inatenta, que le llevaba a utilizarla en muchas ocasiones como música de
fondo, como en la búsqueda ante todo de la estimulación a través de los
momentos de clímax desgajados del seguimiento reflexivo de la totalidad de la
obra, lo que le hacía repetir una y otra vez en el tocadiscos los momentos de
la composición que le habían producido el efecto de descarga emocional. Su
relación con la música era , sin duda, lugar privilegiado de lo que podemos
llamar, empleando una expresión también mencionada por Adorno en el artículo
aludido, su “estupidez neurótica”. Adorno es especialmente crítico con este
tipo de audición centrada en los instantes sensuales de la música y ve en ella
un indicio principal de la relación fetichista con el arte de los sonidos. A
ella contrapone la “audición estructural” que capta las formas de la totalidad
de la obra en su despliegue dinámico. Pues bien, al tipo de “oyente emocional y
sensual”, no al del “oyente estructural”, pertenecía el intelectual neurótico
adolescente. A ello se unía, y lo fue haciendo cada vez más con el paso del
tiempo, un acercamiento al tipo del oyente caracterizado por el consumo
cultural motivado por un deseo de distinción, por puro esnobismo. Esto le llevó
a convertirse en un acumulador de discos, igual que acumulaba libros, en lo
cual habría que ver, si nos ponemos crudamente psicoanalíticos, una regresión
anal.
La “estupidez
neurótica” de la relación musical del intelectualoide adolescente también se
manifestaba en una práctica enviciada también criticada por Adorno como indicio
claro de regresión en la escucha: la consistente en recurrir una y otra vez a
obras o fragmentos que ya le eran conocidos y que le habían provocado
repetidamente la descarga emocional consiguiente a la percepción de la música
como conjunto inconexo y discontinuo de estímulos sensuales. La manía del
placer sensual vicario era prácticamente la motivación única de su espuria
afición musical. Indica también Adorno con la mala uva de su sagacidad crítica,
en la que Ernst Bloch creía ver el oficio del misántropo experimentado, que la
búsqueda de efectos emocionales en la escucha musical es precisamente mantenida
por los que carecen de la disposición para la experimentación emocional
espontánea. Es decir, que el uso emocional de la música no es típico de los que
tienen un excedente de emociones sino de los que justamente no saben vivirlas
normalmente.
Como era de
esperar, la neurótica relación con la música del intelectualoide adolescente le
llevó derecho a caer en las garras de un febril wagnerismo. El efecto nervioso
de la inestable y armónicamente retardataria música wagneriana era lo que
cumplía a la perfección lo que él estaba buscando. No era la primera ni la
única persona carente de auténtico sentido musical que se vio sacudida por el
especial arte musical de Wagner. Según nos cuenta Martin Gregor-Dellin en su
canónica biografía del músico alemán (Alianza Editorial), este fue también el
caso de Luis II de Baviera, el rey loco cuyo entusiasmo por Wagner le llevó a
convertirse en su protector y mecenas. Los profesores de música de Luis
consideraban que carecía de oído musical y parece ser que las clases de piano
que se le impartían eran un mal trago para el profesor encargado de ellas por
la falta de talento del alumno. Por cierto que el intelectual neurótico
adolescente también intentó aprender a tocar el piano y las clases tuvieron el
mismo resultado que las del rey. Una personalidad de la corte de Munich cercana
al monarca reconoció que no podía explicarse el efecto, demoniaco pero no
agradable, que la música de Wagner ejercía sobre el joven rey loco, pues, a su
juicio, Luis carecía de sentido musical. Concluye Martin Gregor-Dellin su
comentario sobre el wagnerismo del monarca bávaro advirtiendo de que la música
de Wagner “ha sido y es, por la manera en producirse su efecto y su llamada
tanto a los sentidos como al intelecto musical, un arte a la vez para los
muchos y para los pocos”. A esos pocos no pertenecía, según nos dice Martin
Gregor-Dellin, el rey, y tampoco pertenecía, podemos decir nosotros con total
seguridad, nuestro intelectual neurótico adolescente. Él mismo lo sabía, pues
en la época de su naciente wagnerismo conocía el texto de Gregor-Dellin y pudo
sentirse identificado con la figura del rey y lo que sobre él decía este
biógrafo de Wagner. Coincidir con el egregio enfermo real por lo menos le
consolaba del golpe que a su amor propio le suponía ser consciente de no ser
digno de disfrutar intelectualmente de la música de Wagner, lo que se unía a su
consciencia general de ser un débil mental. La identificación con Luis II de
Baviera era para el neurótico adolescente un tema de mitología personal con el
que él creía poder sublimar su neurosis.
La impropiedad
de su disfrute del arte wagneriano se mostraba en su afición a oír en discos,
de manera desordenada y a continuación unos de otros, distintos fragmentos y
escenas entresacados de las obras del maestro de Bayreuth, cosa que, según
Gregor-Dellin, también hacía el rey, en su caso se supone que gracias a sus
facilidades para contar con músicos y cantantes que actuaran para él.
El poco
recomendable Houston Stewart Chamberlain, yerno de Wagner y teórico racista de
la cultura (a quien por cierto Adorno dedica unas muy justas y en cierto modo
comprensivas palabras en su artículo “Sobre la pregunta ‘¿Qué es alemán?’”), en
su reverencial obra El drama wagneriano
se esfuerza en dejar claro que la apropiada comprensión de Wagner requiere que
se presencie la representación dramático-musical de sus obras sin
fragmentaciones o supresiones. Pero el neurótico adolescente
seudointelectualizado buscaba en Wagner solo la estimulación potente de sus
nervios, sin hacer ningún esfuerzo por hacerse con una comprensión del
significado estético y humano intelectual de los dramas musicales del mago de
Bayreuth, tan efectista como a la vez sofisticado artísticamente, especialmente
en lo que se refiere a su dramaturgia pero también a sus innovaciones técnicas
musicales.
Por su parte,
el muy distinto a Chamberlain filósofo Jean Paul Sartre llama en su novela La náusea “gilipollas” a los que se
consuelan con la música. El neurótico adolescente también se sentía aludido por
esta apreciación.
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