sábado, 22 de febrero de 2020

VUELTA AL HUMANISMO BURGUÉS CLÁSICO (Quinta entrega)

VI

La médula de la ideología del pequeñoburgués filisteo que ha reemplazado al burgués culto como figura social dominante está en el cientificismo y el tecnocratismo. Este núcleo ideológico del pequeñoburgués le compele a pensar que es la obtención de medios de vida útiles y agradables aquello de lo que depende su realización vital. Y la consideración de los medios técnicos como moralmente neutros le crea al pequeñoburgués filisteo la ilusión de que la solución al problema ecológico está no en la crítica de la técnica en sí misma y en la renuncia a muchos de los medios destructivos en sí mismos que ella ofrece, no en un decrecimiento económico radical que lleve a una destecnificación del mundo, sino en un uso bienintencionado de la misma y “sostenible”. Pero aunque esto último sea viable como solución y en ello esté la única alternativa realista a la destrucción de la naturaleza, la tecnociencia produce daños espirituales, o si quiere culturales, que, aunque más difíciles de percibir para el hombre normalizado de “sentido común”, son en realidad más graves. La tecnociencia no se limita a imponernos medios, por lo general destructivos, sino que también impone unos fines y formas de vida caracterizadas por el “materialismo” práctico consumado y por el constante descenso de la sensibilidad por lo humano espiritualmente superior, cuyo valor no puede ser medido por la mentalidad utilitarista limitada que la tecnociencia expande por la sociedad juntamente con sus medios. La tecnociencia y la formación científica producen filisteísmo porque echan a perder la capacidad para la comprensión culta y sensible de lo humano. Esta comprensión requeriría una primacía en la educación de una sólida, rigurosa y profunda formación humanística, educación que hoy no existe principalmente por una orientación decisiva y esencial de la educación hacia la especialización profesional, que relega las humanidades a complemento y ornamento “cultural” y no las considera en serio como la sustancia de la formación superior de la personalidad. Tal vez no haya que echar la culpa de esta errada concepción y transmisión de las humanidades a la tecnociencia, sino a una decadencia habida en el seno de las propias humanidades, que, como decía alguien, han pasado a ser consideradas en su efectividad cultural popular como un recurso para jugar al Trivial Pursuit o para participar en los concursos televisivos de “saber y ganar”, mientras que en la cúspide académica han sucumbido a la especialización inocua y funcionan basadas en un remedo de la cientificidad de los especialistas tecnocientíficos. 
Pero el caso es que nuestro pequeñoburgués filisteo y cientificista es incapaz de percibir que es en la capacidad de comprensión de lo humano donde se halla el ámbito de la consecución de la excelencia y la plenitud vitales, y no en el disfrute de mercancías tecnológicas útiles y agradables. 
Para luchar contra esto es necesario rechazar todo “armonismo” entre formación científica y formación humanística, y defender una formación pura y clásica en humanidades. Para la compresión de lo humano y para la sensibilidad hacia ello no hace falta ninguna “cultura científica”, ni tampoco ninguna “tercera cultura”, rótulo este bajo el que suele ocultarse el intento de imponer una cultura dominada por reduccionismos cientificistas, sino una cultura de humanidades planteada seriamente, esto es, vertebrada por el aprendizaje filológico, principalmente de las lenguas clásicas, y por la elevación de la historia y de la literatura  a materia de reflexión filosófica. Frente a esto todos los saberes tecnocientíficos tienen un carácter instrumental no formativo de la personalidad y puede prescindirse de ellos sin mayor problema. Hay que recuperar la idea de formación ( Bildung) noble de la personalidad, que es ajena a la servidumbre espiritual del ilotismo tecnocientífico, imbuido en su misma esencia metodológica de un afán de dominio, control y aseguramiento de lo conocido que no representa, pese a lo que digan los adalides del humanismo científico, nada valioso de forma humana superior. Basta ya de tanta mala literatura y de tanto falso humanismo sobre el valor “cultural” de la tecnociencia y sobre la “creatividad” y uso imaginativo y no mecánico del intelecto que requería el trabajo en ella. La tecnociencia es mera “razón calculadora”, servidumbre espiritual e ilotismo intelectual, al menos en las condiciones de la “ciencia normal”, que es la única que existe mientras no surja en ella algún genio revolucionario (cuya recepción por el científico normal tendrá siempre también un carácter de práctica convencional y mecánica ) y no tiene nada que ver con la comprensión culta y sensible de lo humano. En lugar del “armonismo” de la idea superficial de la “unidad de la cultura”, hay que adoptar una actitud beligerante contra las  pretensiones de valor humano cultural y espiritual de la tecnociencia. Esta no es precisamente un mero instrumento que pueda ser usado a voluntad en un sentido u otro, con unos fines u otros, por el hombre, sino que moldea y orienta toda nuestra experiencia, es constitutiva de mundo y de experiencia, pero de lo que se trata es de luchar por reducirla precisamente  a un mero instrumento que podamos usar ( si se quiere, con la famosa “serenidad” heideggeriana) sabiendo que lo esencial, valioso y auténticamente humano se encuentra en otra parte y que lo verdaderamente formativo de la personalidad ella no lo puede ofrecer. 
Como señaló magistralmente el profesor José Luis Pinillos en su libro “El corazón del laberinto”, no ver la profunda diferencia fundamental, “categorial”, que separa a las Humanidades de las ciencias y reivindicar su armonía cultural es puro cientificismo que trata de disimularse mediante una “superficial idea de unidad de la cultura”. Pinillos ejemplifica esta diferencia fundamental entre”ciencias y letras” en la oposición entre Montaigne y Descartes. El humanismo representado por el primero se oponía a una razón de la naturaleza que tenía que ser de aplicación “universal, inmutable y eterna”, inclinándose con ello el humanismo hacia un pluralismo de lo humano que se avenía mal con la modernidad instrumentada por la ciencia, la modernidad representada por Descartes. Esta modernidad científica, que habría que separar radicalmente de la modernidad humanista , compuso un modelo de conocimiento determinista “inconciliable con toda consideración de índole moral o subjetiva”. Esto significó, nos dice el profesor Pinillos, “el abandono de la retórica en aras del análisis formal de cadenas de enunciados; lo general (...) se antepuso a lo particular; se acentuaron los planteamientos abstractos en contra del análisis de las cosas particulares, y, por último, se dio preferencia a las fórmulas intemporales frente a las históricas”.
Se trataría ahora, según nuestra propuesta, de recuperar esta modernidad humanista frente a la modernidad científica. Hay un humanismo “clásico” ( o “viejo”, como se le llama en el interesante libro de José García Gisbert titulado precisamente “Sobre el humanismo viejo”) que no tiene nada que ver con una supuesta metafísica hiperinflacionaria de la subjetividad filosófica abstracta, sino que se mantiene en un plano estrictamente cultural y literario que siempre ha sido escéptico, como nos señala Garcia Gisbert, con respecto a toda metafísica especulativa del sujeto o del no sujeto. Y también hay que distinguir cuidadosamente ese humanismo “viejo”, lo que se hace meritoriamente en el libro citado del profesor Garcia Gisbert, del racionalismo práctico ilustrado que toma la forma de un humanitarismo filantrópico. 
El valor concedido a lo humano por esta tradición humanista “clásica” puede ser entendido en un sentido meramente cultural pragmático sin englobarlo en un metarrelato histórico-ontológico sobre el errado desarrollo de Occidente, marcado por “la metafísica”. Se trataría de recuperar esta tradición no filosófica del humanismo “viejo” para oponerla a la modernidad tecnocientífica, en lugar de una superación “in toto” de la modernidad como pretenden los que hacen solidario al humanismo del imperio de la tecnociencia, porque en ambos, según ellos, anidaría la misma hipertrofia metafísica de la subjetividad, en un antropocentrismo que estaría en la raíz de todos los males de la modernidad, descalificada en su conjunto. La reivindicación de la modernidad humanista reprimida y fracasada por el avance de la modernidad científica tiene más virtualidad de efectividad cultural que poner toda la modernidad bajo el signo de “la metafísica”, que significaría dominio y explotación del ente como manifestación práctico-real del “olvido del Ser”, según nos cuenta la Vulgata heideggeriana. Si la superación de la actitud de depredación tecnocientífica y de sometimiento de lo humano a planificación manipuladora o a su abandono al craso relativismo de las “opiniones” salidas de los “gustos” inmediatos y espontáneos de “la gente” radica en una una “rememoración del Ser” que remedie el “olvido del Ser”, nos tememos que la superación de los males, ecológicos y espirituales, de la modernidad se quede para siempre en un asunto para cenáculos de profesores, por muy “poetizante” que se pretenda esa rememoración. Además ¿qué puede significar esa “rememoración” si no es una simple conciencia inactiva de que los entes pueden dársenos en múltiples y diversos “modos de darse”, diferentes del “modo de darse” tecnocientífico, pero teniendo que esperar centurias o milenios a que el “Ser”, que sería algo así como un fondo inagotable e indisponible de donde “saldrían” esos “modos de darse, tenga a bien “enviarnos” ( o como se diga) un nuevo “modo de darse” los entes? Esto se le reprochó a Heidegger, por ejemplo, en su famosa entrevista póstuma para la revista Spiegel. 
En esa misma entrevista Heidegger terminó invocando a “poetas y pensadores” que den testimonio de la situación de crisis de magnitud superior, ontológica podríamos decir, en la que nos encontramos. Pero esos “poetas y pensadores” sólo pueden brotar de una educación humanística que, como hemos visto en Pinillos, sea estrictamente opuesta a la formación tecno-científica. Nadie puede creer en serio que los “poetas y pensadores” que necesitamos vayan a surgir de un academicismo especializado en el arcano metarrelato filosófico de “la metafísica” como esencia de la modernidad que haría que todos sus aportes, los humanistas y los científicos, fueran igualmente errados. 
La única alternativa culturalmente efectiva al tecnocratismo y al cientificismo está en el humanismo burgués, y dejémonos de gaitas y metarrelato antihumanistas que solo están al servicio del prurito de originalidad vanguardista filosófica de los profesores obligados por su elitismo a complicar los problemas culturales mundanos. 
Para que la apelación a ese humanismo burgués no se quede en un sentimentalismo psicologista o en una (seudo)filosofía kitsch lo que hay que hacer es esgrimir los contenidos artísticos y literarios concretos de la tradición burguesa de la “gran cultura”. El peligro de degradación del humanismo a trivialidad psicologista ideológicamente complementaria del dominio social y cultural de la tecnociencia existe realmente, pero la tradición culturalmente grande de la sociedad burguesa tiene suficientes contenidos de valor espiritual superior como para poder sortear ese peligro, en el que generalmente caen pequeñoburgueses que desconocen el “canon” literario y artístico de la cultura burguesa. El psicologismo humanista sensiblero es también fruto de una decadencia pequeñoburguesa de la tradición humanista y no un elemento inherente a ella. Leamos a los clásicos latinos, griegos y renacentistas que hablan de la humanidad del hombre pleno y auténtico, y no a Erich Fromm o a derivaciones suyas de “autoayuda” todavía más degradadas. 
Frente al cientificismo tecnocrático hay que decidirse a afirmar que la realización humana verdadera y plena tiene su medio auténtico en la tradición humanista de la “gran cultura”. Y ello no supone encerrarse en una limitación “etnocéntrica”, sino la posibilidad de abrirse a todo lo que es estéticamente y vitalmente valioso, procedente de cualquier cultura en sentido etnográfico. Y sin duda que la opción personal a favor de la “gran cultura” y de todo lo que es bello y noble posee un valor moral que un falso malditismo de ciertos creadores avanzados y progresistas, que luego resulta que están llenos de la moralina de lo políticamente correcto, quisieran desterrar totalmente de la cultura artística y literaria. 
La crítica del mundo tecnocrático, si quiere ser efectiva culturalmente, si quiere ser algo más que un fenómeno académico “esotérico”, necesita recurrir al llamamiento cultural a una realización humana esencial que no puede ser proporcionada por la formación científica, ni por ninguna “cultura científica”, ni por ninguna “tercera cultura”, sino tan solo por la formación de una sensibilidad culta a través de los contenidos artísticos y literarios de la “gran cultura” burguesa. 
Al nihilismo al que ha conducido el desencantamiento científico del mundo no le podemos oponer ni “nuevos valores” moralmente problemáticos e históricamente revelados como peligrosísimos (aunque el nietzscheanismo tenga su campo legítimo de aplicación en las “relaciones psicológicas” de la vida de realización personal privada que queda “más acá” de lo ético y de lo político de la esfera pública de convivencia y comunicación justas) ni tampoco le podemos oponer un estar a la espera de un “acontecimiento” que cambie el “modo de darse” las cosas para el hombre, sino solo el espíritu que ha demostrado su concreción y su efectividad en la multitud de obras artísticas y literarias excelsas de la época burguesa. 
Esta alternativa que proponemos supone desde luego un “esencialismo” de lo humano auténtico y de la auténtica realización humana que también ha sido atacado por la misma vanguardia filosófica académica que ataca al humanismo. Pero el desprecio profesoral hacía tal “esencialismo” humanista solo es un recurso para afianzar el elitismo académico, incapaz de la incidencia en el mundo cultural de las ideas socialmente vigentes. El “anti-esencialismo” es solo una moda vanguardista de cierta intelectualidad académica instalada sin posibilidad de enmienda en el nihilismo anti-espiritual, por más que ella declare su intención de superar el nihilismo, cuya causa ella pone de manera simplificadora en “la metafísica” bajo cuyo desgraciado signo estaría toda la modernidad burguesa sin más distingos ni matizaciones. Pero la metafísica “esencialista” no es nihilista, lo son quienes se empeñan en renunciar a toda idea normativa de humanidad auténtica y de realización auténtica del ser humano. En realidad los “anti- esencialista” no hacen otra cosa que sacar las últimas conclusiones del nominalismo que, precisamente, se ha desarrollado en la modernidad al amparo de sus nuevos planteamientos científicos. 
En su vertiente práctica política el “anti-esencialismo” solo puede conducir al maquiavelismo de quienes lo esgrimen interesados en lanzarse a la arena de la lucha del politiqueo partidista. Si no hay esencias de valor que poder esgrimir frente a las apariencias triunfantes en el mundo, desaparece toda posibilidad de crítica normativa de lo existente y todo queda reducido a ver quién es más listo, a ver quién emplea mejor la racionalidad estratégica calculadora, para moverse exitosamente entre las apariencias dadas. Esto es en resumen el “anti-esencialismo” político, por mucha palabrería vanguardista posmoderna con la que se recubra en su renuncia a establecer un sujeto de la emancipación humana entendida como realización verdadera de la esencia humana. En el artículo de Herbert Marcuse “Sobre el concepto de esencia” se defienden las virtualidades críticas y dinámicas del concepto de esencia, en relación a la realización de las potencialidades liberadoras que anidarían en la misma realidad objetiva, y se acusa al rechazo de tal concepto de positivismo quietista y afirmador de las apariencias falsas y opresivas de lo dado inmediato.
Pero es cierto que el sujeto y la autenticidad de la realización humana plena ya no pueden apoyarse en un discurso filosófico fundamentado de manera últimamente asegurada. Ni una metafísica de la “razón objetiva” con fundamento en un orden real sostenido por Dios, ni una filosofía de la historia que aseguraría la realización progresiva de la razón en la realidad pueden, con su dogmatismo imposible de justificar con evidencia “fenomenológica” o intersubjetiva-consensual, servir para garantizar que lo afirmado como esencial auténtico no es producto de una valoración ética subjetiva o de la simple imaginación “utópica”. Y la objetividad de lo afirmado como esencia tampoco puede ser justificada por un materialismo que habría descubierto las potencialidades de la esencia como tendencia histórica objetiva. Ya no podemos creer, por lo fácticamente acontecido en la historia, en tendencias objetivas hacia la liberación como realización de lo auténtico esencial frente a las “malas” apariencias sociales. Solo queda presentar al sujeto de la liberación y a su realización auténtica como un “como si” desde la decisión individual por una verdad no demostrable intersubjetivamente pero que se afirma como tal desde el convencimiento vitalmente y culturalmente suficiente de la creencia y el sentir personales. Afirmar la propia perspectiva, autopercibida en su facticidad no universalizable, como superiormente culta, como la perspectiva verdadera y no darle más vueltas a su imposible fundamentación filosófica, pero sin renunciar escépticamente a ell; he ahí la vía de salida del nihilismo anti-espiritual que defendemos aquí: una decisión personal por la verdad de lo que se siente y se cree.
Tanto Stirner, como Kierkegaard, como Nietzsche, como también Sartre se percataron en sus respectivas filosofías de que cuando la verdad única fundamentada universalmente (para todos por igual) en su validez objetiva normativa desaparece, lo único que queda es el individuo con sus pretensiones de verdad no universalizables ni asegurables teóricamente de manera fundamentada por una evidencia válida para todos. Pero el individuo no es una decisión existencial por encima de toda legalidad ética (Kierkegaard), ni una psicológica voluntad de poder soberana (Nietzsche) ni una conciencia que en su nada sustancial está obligada a querer gratuitamente (Sartre y también Stirner, recuérdese cómo termina este último su libro “El único y su propiedad”: “ He fundado mi causa sobre nada”), sino que el individuo es una sustancialidad psicológica que le sitúa fatalmente en una perspectiva personal, fáctica, no universalizable, pero que le impone unos contenidos de creencia y sentimiento que él no puede negar de ninguna manera, que constituyen una “verdad subjetiva” que él está condenado a creer y sentir sin fundamento y sin principios justificadores y aseguradores de su validez universal. 
En la “gran cultura” burguesa está la verdad de la realización humana, está es nuestra verdad perspectivística personal sobre el tema que nos ocupa. Esto no lo podemos demostrar filosóficamente, pero lo afirmamos como verdad porque lo sentimos y lo creemos y nos decidimos a ello con el sacrosanto interés de salir del nihilismo. Esto será siempre un “como si”, pero olvidémonos de ello y proclamémoslo como verdad sin más. Esto es pretender soñar olvidándose de que se sueña, pero es la única alternativa que queda al nihilismo, si la única verdad que se puede defender estando despierto es la verdad materialista y anti-espiritual que impone culturalmente la tecnociencia, la verdad del desencantamiento total del mundo. 
Hay que defender como verdadero lo útil para la vida del espíritu, para el engrandecimiento noble y bello de la vida, pero olvidándonos ( y esto es algo que, inevitable y desgraciadamente, ya no estamos haciendo aquí) de que esto es un “como si” y proclamándolo como lo verdadero sin más en un sentido dogmático pero limitado a un pragmatismo vital, sin alcance de normatividad universal ético-política, es decir, como verdad que hay que luchar culturalmente por propagar pero que no puede ser impuesta como deber ético o político-jurídico. 

En la próxima sección continuaremos con la discusión sobre el humanismo, centrándonos en su relación con el pensamiento ilustrado, y volveremos también a la cuestión de la justificación pragmática vitalista y personalista de la validez cultural de ese humanismo como medio de la realización humana auténtica. 
 


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