martes, 11 de febrero de 2020

VUELTA AL HUMANISMO BURGUÉS CLÁSICO (Cuarta entrega)

V

Veíamos en la entrega anterior que la tendencia social dominante no va en el sentido de una extensión democrática del valor cultural espiritual, sino que más bien produce la desaparición progresiva de la minoría privilegiada que hasta ahora había podido gozar de él. 
¿Puede detenerse e invertirse esta tendencia por medio de la intervención política y social, de tal manera que incluso el disfrute del valor superior espiritual pase de ser un privilegio social  a ser una posesión del pueblo? 
La respuesta afirmativa requeriría la verdad de la existencia de una disposición universal, o al menos bien repartida, para tal valor en los hombres. Ha sido una idea aportada por el cristianismo la que hace referencia a una posibilidad de realización humana superior y plena existente en todos los hombres por igual, y, como es natural, el cristianismo en su dogmática particular entendía esa realización en un sentido teológico, como salvación trasmundana, como posibilidad de todos los hombres de llegar a la contemplación de Dios en el trasmundo. Esto no quiere decir que el cristianismo haya afirmado que todos los hombres poseen iguales capacidades psicológicas o axiológicas, pero la realización humana plena ya no es considerada por él como algo reservado a una minoría social privilegiada, libre del trabajo servil y de la búsqueda de bienes mundanos, por ejemplo en la figura del filósofo, sino que es algo al alcance de todos. 
Frente a esta idea de origen cristiano, nos encontramos con la posibilidad contraria de que la realización humana superior sólo pueda presentarse como privilegio de una minoría sostenida por una masa de hombres sometida a la servidumbre económica de la necesidad de producir materialmente la vida. Esta idea se puede encontrar en Nietzsche: no ha habido cultura superior que no haya exigido la existencia de una masa de trabajadores serviles excluidos de ella. El materialismo histórico habría dicho que “el desarrollo de las fuerzas productivas” habría hecho ya posible la supresión de esa exigencia, si de acuerdo a ese desarrollo se establece una organización socialista del trabajo que permita convertirlo en colaboración entre todos para la satisfacción de las necesidades, dejando de existir como imposición para obtener el beneficio privado mediante la fabricación de mercancías. Pero el socialismo, para que significara una real liberación con respecto a la servidumbre económica y no un mero cambio en la titularidad de la propiedad de los medios de producción, requeriría la superación de los principios económicos axiológicos de desarrollismo, productivismo y primacía social de los valores de lo útil y lo agradable, y eso implicaría la fijación autoritaria de un sistema de necesidades materiales de la gente reducido al mínimo para dejar tiempo y energías disponibles para lo “espiritual”, para la cultura autentica y superior. El “comunismo de la abundancia” en el que creía Marx seguiría implicando la dedicación preferente de la gente al mecanismo productivo de bienes de consumo y al sistema burocrático de su distribución, que ahora en el socialismo tendrían que funcionar sin el sistema autorregulado del mercado. La creencia en ese “comunismo de la abundancia” viene o venía dada por la simplista esperanza en un maquinismo que nos libraría totalmente o en gran parte de la necesidad de trabajar. Pero las máquinas eliminan ciertas modalidades manuales de trabajo pero las sustituyen por otras modalidades “tecnológicas” no menos serviles y esclavizantes que el trabajo manual tradicional, sino seguramente más. Además el sistema de organización burocrática del sistema productivo y de distribución no sería algo sencillísimo, resoluble por un trabajo equivalente al de un empleado de correos, como decía Lenin, sino algo que exigiría una dedicación laboral intensiva y prolongada, que no permitiría la reducción drástica de la jornada de trabajo. Que yo sepa el llamado “socialismo real”, que no era precisamente un comunismo de la abundancia pero que se preocupaba por mantener elevada la productividad, no pudo significar una reducción drástica de la jornada laboral.           
Según esto, el socialismo no podría consistir en una sustitución del “gobierno sobre las personas” por la “administración de las cosas”, sino en un cambio del principio axiológico rector de la sociedad, y ello requeriría una dictadura sobre el sistema de necesidades de la gente. Esto iría contra el reconocimiento legal de los derechos y libertades del hombre, de la “libertad negativa”, que ya es una conquista irrenunciable de la humanidad y cuyo no reconocimiento legal la historia nos ha mostrado que conduce a la criminalidad política más ominosa. 
El socialismo solo cumpliría una función espiritualmente liberadora si impusiera la austeridad en lo referente a lo útil y agradable (decrecimiento económico) para dejar tiempo y energías psicológicas libres para la realización y disfrute de los valores superiores de la cultura. Un socialismo productivista y desarrollista no conduciría a la liberación con respecto a la servidumbre económica, como la historia nos ha mostrado, sino solo a que su carrera por “la riqueza” material se desarrollará en peores condiciones económicas que bajo el capitalismo. Pero el socialismo espiritual liberador requeriría, como hemos dicho, una fijación autoritaria del sistema de necesidades que estaría en contradicción con la idea ya irrenunciable de “libertad negativa”, de fijación autónoma y libre por parte del individuo de sus fines de vida y de su forma de vida. 
El socialismo, además, solo facilitaría las condiciones negativas, la liberación de tiempo y energías psicológicas, necesarias para una democratización del valor, no implicaría su extensión positiva al conjunto de la población. La gente no se dedica espontáneamente al “libre desarrollo de la personalidad” porque tenga resuelto el problema económico, a diferencia de lo que pensaba Marx tal vez llevado por una confianza roussoniana en la naturaleza humana. Pero la naturaleza del hombre no tiende por sí misma al refinamiento cultural ni bajo el capitalismo ni bajo el socialismo sin más. La espontaneidad natural del hombre es más bien afín a la barbarie y conducente a ella. La irrupción de esta barbarie en el escenario social a causa de una democratización cultural que no modifica las tendencias espontáneas del hombre, sino que las erige en modelo de vida, bajo la forma de dominio social del hombre-masa, es lo que ha producido la decadencia y práctica desaparición del tipo humano del burgués culto.
Se podría pensar que existe en todos los hombres una potencialidad para la cultura que puede ser actualizada si se da para todos ellos una influencia adecuada del medio en el que se desarrollan como individuos. Ahora bien, la intervención en el medio para que este  sea realizativo de la cultura superior es una cuestión más difícil y problemática de lo que pensaron los ilustrados. No se consigue tal influencia culturalmente positiva del medio con un filantropismo pedagógico, sino que exige más bien una intervención autoritaria y basada en ideales tradicionales de jerarquía, disciplina, sumisión y abnegación impuesta sobre los individuos. 
Convertir a los individuos del pueblo en hombres culturalmente superiores requeriría tal intervención pedagógica autoritaria por parte de un poder estatal ético y no neutral axiológicamente que chocaría de nuevo, igual que la imposición del socialismo espiritual, con los principios políticos liberales que se han hecho irrenunciables por el aprendizaje moral de la humanidad, que nos ha enseñado que el quebrantamiento de esos principios liberales de convivencia y comunicación justas lleva a crímenes y desastres ominosos sin fin. La producción social del hombre culto llevaría a poner una “eticidad” autoritaria de la vida buena por encima de las exigencias “morales” de justicia, que imponen universalmente y categóricamente la igualdad de derechos y libertades de todos, lo cual sólo podría llevar a un avasallamiento “inmoral” de los individuos a transformar en cultos o producidos como tales. Y hay que abandonar toda ilusión pedagógica sobre la posibilidad de producir el hombre culto mediante una intervención pedagógica compatible con el Estado liberal y democrático de Derecho según los principios de de una educación humanitaria y basada en una influencia moderada en sentido filantrópico sobre los individuos a educar. La producción del hombre culto requeriría, sin necesidad de llegar a la eugenesia, una crianza del hombre superior, como hubiera dicho Nietzsche, mediante una intervención drástica autoritaria en el medio social de los individuos. La idea de la posibilidad de un Estado ético, cultural y pedagógico en sentido cultural-humanista hay que abandonarla completamente por peligrosa moralmente y por delirante en el contexto consumado e incuestionado de la política liberal, que por buenas razones de aprendizaje moral histórico es irrenunciable y necesaria para la convivencia justa en el medio social, de hecho pluralista sobre los modos de entender la vida buena, sin ya posible remedio.  
Además de todo esto, la construcción de un socialismo espiritual como base material de un Estado ético, cultural y pedagógico productor del hombre culto no podría ser resultado de ningún mecanismo material de la historia (aunque ese mecanismo tuviera un carácter “dialéctico”), sino que tendría que ser resultado de una auténtica irrupción del espíritu en  la historia. Pero es difícil de concebir cómo se podría producir esa irrupción pasando por encima de la tendencia natural de la especie al aumento del poder material basado en los valores económicos de lo útil y lo agradable. Se requerirían condiciones materiales que vencieran la “impotencia del espíritu” para imponerse en la realidad por sí mismo. Pero aquí se formaría el irremediable y fatídico círculo consistente en que  la formación de esas condiciones materiales requerirían de una previa intervención del espíritu en la historia. Con esto volvería aparecer el problema de quién educa a los educadores ,que Marx creía solucionado por el mecanismo dialéctico de la historia impulsado por el “desarrollo de las  fuerzas productivas”, que en Marx parece como si estuviera determinado naturalmente. 
Por tanto, lo más fácil es que la irrupción del espíritu en la historia no se produzca nunca y la especie humana, como especie biológica determinada por la ley natural de lucha por la supervivencia, siga siempre su curso hacia la consecución de mayor poder adaptativo, hasta que el planeta y sus recursos aguanten, sin que nunca pueda imponerse como principio axiológico social la realización de una humanidad plena en sentido cultural superior. 
Después de esta discusión sobre el socialismo y la posibilidad de producir políticamente una humanidad espiritual superior, que nos ha llevado a la conclusión de que estos objetivos tendrían un coste moral no asumible, aparte de que no pueden estar asegurados por ninguna garantía de realización histórica, pasaremos a examinar en la próxima entrega la crítica filosófica que se ha hecho del humanismo (cuyo sujeto histórico nosotros hemos personificado en el burgués culto) como parte del problema de la Modernidad a solucionar y no como su remedio.    


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