lunes, 3 de febrero de 2020

VUELTA AL HUMANISMO BURGUÉS CLÁSICO

VUELTA AL HUMANISMO BURGUÉS CLÁSICO 
(Primera entrega)


La alternativa al hombre pequeñoburgués cientificista, economicista, “materialista” de sus mezquinos intereses privados y hundido en la más asquerosa barbarie cultural de masas está en la recuperación del burgués clásico humanista-liberal y de cultura abierta a los valores que se descubren en la comprensión de lo humano. Esta comprensión de lo humano axiológicamente fructífera no tiene por qué significar un relativismo disolvente y en última instancia nihilista, sino que puede significar una cultura de valores superiores que permitan el reconocimiento y la simpatía hacia todas las manifestaciones de lo humano donde la existencia encuentra satisfacción, siempre parcial, a la aspiración a la excelencia. 
El burgués clásico albergaba en sí una cierta cantidad de romanticismo alto de miras suficiente para no caer en trivialidades humanitaristas y en una falsa mesura en la percepción de lo humano limitadora de la simpatía hacia lo vitalmente sublime y extraordinario. Pero, a su vez, su mesura clasicista le inmunizaba frente al peligro romántico de caer en el abismo de un irracionalismo maléfico. No obstante, al abrigo de la cultura burguesa clásica podían desarrollarse formas de romanticismo o de irracionalismo vitalista que podían llegar a contar con el reconocimiento e incluso con la simpatía del burgués “clásico”. Y entre esas manifestaciones culturales y vitales no “clásicas” y el “clasicismo” del burgués, grande en sentido cultural, podía establecerse una “dialéctica” fructífera para la profundización y el ennoblecimiento de la vida y de la cultura. Esa “dialéctica” se dio de hecho, en el plano de las manifestaciones literarias y artísticas, durante el siglo XIX, el siglo dominado socialmente por la figura “clásica” del burgués. 
Es indudable que en este tipo de burgués se daba un momento ideológico conservador que le permitía evitar el caer en un relativismo desarraigante y destructor de la solidez social y psicológica de la existencia. Este elemento conservador “de valor” era necesario para preservar al buen burgués culto del nihilismo que es aliado del “materialismo”, con enmascaramiento utilitario religioso o sin él, de la miseria espiritual del pequeñoburgués. Este nihilismo no es ya un espantajo para el pequeñoburgués filisteo resultante como tipo humano dominante de la “rebelión de las masas”, sino que en él como medio cultural se mueve muy bien el “materialismo” y el relativismo, abiertamente progre o disimulado ideológicamente, de este pequeñoburgués filisteo. 
La disposición familiar y profesional burguesa, organizadora “clásicamente” del amar y el trabajar de la sana normalidad humana, es una irremplazable infraestructura de la vida sobre la que puede elevarse una cultura de miras amplias y no limitada en su comprensión de los más diversos y plurales fenómenos humanos. A pesar de todos los cambios en los contenidos y modalidades de la institución familiar y a pesar de toda la complejidad económica creciente de nuestras sociedades, la organización de la vida sobre la convivencia familiar y sobre la dedicación profesional según las exigencias de la división del trabajo no ha podido ser destruida por ningún progresismo ni por ninguna revolución. 
El burgués clásico podía tener formación científica, pero tenía claro que lo esencial se encuentra en la comprensión de lo humano, para lo cual no vale ninguna “cultura científica” sino solo una sensibilidad para los valores y su jerarquía apoyada en una formación de la sentimentalidad superior, espiritual, de la persona. La forma de vida del burgués clásico era sostenida por valores humanistas de idealismo práctico y no por el “materialismo” que, si bien no puede ser deducido de la tecnociencia como corolario filosófico suyo, se expande como la pólvora en el seno de la sociedad dominada culturalmente por esa tecnociencia. En la discusión sobre el posible carácter “ideológico”, en el sentido de “falsa conciencia” encubridora, de ese idealismo humanista práctico del burgués clásico entraremos después. 
Pero esta figura del burgués de gran estilo vital y cultural ha sido tragada por el ascenso de la marea de la barbarie de las masas pequeñoburguesas. Esta marea ha sido el verdadero enemigo del espíritu en la modernidad y ha producido más “normalización” empequeñecedora del hombre que todo el poder psiquiátrico, clínico, carcelario y escolar del mundo burgués clásico. Poder este tan sutilmente y exquisitamente analizado por Foucault, incluso con alcance, al parecer, “ontológico”, de manera que a tantos fascina y también despista. Hay un humanismo burgués clásico que no es ningún “dispositivo” de saber-poder al servicio de la “fabricación del hombre disciplinado”, sino un logro espiritual superior de la humanidad y que cuando tuvo vigencia social supuso la posibilidad de un desarrollo sumamente valioso del individuo. No cabe duda de que al remate de esta figura clásica del burgués humanista ha colaborado notablemente la destrucción del humanismo llevada a cabo por ciertas filosofías del siglo XX, que sin duda parten del Nietzsche más destructivo. Pero este pensador, cuando profetizó sombríamente al “último hombre” y cuando exigía la declaración de guerra de los hombres superiores contra las masas, estaba tomando como objetivo polémico de su filosofar a la nueva figura ascendente del pequeñoburgués filisteo pasivamente nihilista y disfrutador utilitario de comodidades y  miserables seguridades vitales que ya no podía albergar dentro de sí la estrella ideal de las aspiraciones espirituales del humanismo burgués clásico. 
Y debe tenerse en cuenta que la crítica filosófica del humanismo se ha tratado de un fenómeno sintomático aparecido en las altas esferas de la ideología. El verdadero y principal enemigo del espíritu humanista han sido las masas, liberadas en su fealdad y barbarie por un democratismo culturalmente radicalizado más allá de su necesario y justo papel en el funcionamiento viable del sistema político del liberalismo moderno. El filósofo español Ortega y Gasset se encargó de avisarnos del peligro de este democratismo patológico. Hoy es crimen de lesa humanidad democrática reivindicar su legado “elitista”, e incluso según algunos“fascistoide”,  en lo que se refiere a este problema. Pero advirtamos que en ningún momento queremos reivindicar un liberalismo burgués pre-democrático o anti-democrático, sino solo defender una figura cultural de individuo humanista, que si bien creció en determinado contexto político y social que no puede ser el nuestro, podría resurgir entre nosotros, como luego trataremos de defender,  en otras condiciones. Y, además, esa recuperación supone la única posibilidad de encontrar, para el individuo consciente de la decadencia cultural y vital en la que vivimos, una salida de la modernidad en descomposición espiritual.

                                                                         

                                                                          II
Un burgués clásico culto y comprensivo de lo humano de manera liberal superior nos puede estar ejemplificado por don José Ortega y Gasset. Este filósofo español nos muestra cómo un talante liberal-humanista culto no tiene por qué significar un “conservadurismo” estrecho de miras en la comprensión de lo humano, plural en su constante poder de autoinvención histórica, ni tampoco un progresismo democratista en sentido plebeyista que caiga en un filantropismo moralizante superficial o en un nihilismo disolvente de la substancialidad ética de la vida burguesa clásica o disolvente del espíritu, entendido éste como la realidad de ciertos valores morales, cognitivos y vitales, el asentamiento en los cuales permite la comprensión jerarquizante de lo humano. No es cierto que Ortega negara nunca, en su ejercicio efectivo de valorar los fenómenos humanos de lo que sucedía en su época, la existencia de esos valores que permiten el juicio, comprensivo pero discriminativo en sentido jerárquico, sobre lo humano frente a una indiferencia relativista ante ello. No es cierto que con su perspectivismo o con su historicismo Ortega negara los valores del espíritu que permiten el juicio comprensivo pero jerarquizador de lo humano. Esta capacidad orteguiana de juzgar lo humano concreto en sus manifestaciones sociales, culturales y políticas supone la admisión de que existe una verdad axiológica de lo humano. 
“El hombre no tiene naturaleza, solo tiene historia”, pero los valores del espíritu permiten juzgar los fenómenos humanos de la historia, como el propio Ortega bien que lo practicó cuando habló de las masas, de las realidades políticas y culturales de la España de su época o del mundo de su época en general o, incluso, de las mujeres, generalmente tomadas ( tal vez por una incoherencia “patriarcal” suya) en su ser natural y no en su variabilidad histórica.
Como es bien sabido, Ortega defendió explícitamente la objetividad del valor en su famoso texto de 1927 “Introducción a una estimativa”. Este texto creemos que ocupa una posición clave en su producción, pues  su constante juzgar los más diversos contenidos de la cultura española y de su época en general no puede encontrar otro respaldo filosófico que la admisión de una capacidad de intuición del valor objetivo. Pero la imposibilidad de universalizacón de los contenidos de valor intuidos forzó a Ortega a tener que reconocer el perspectivismo como posición gnoseológica inevitable. Es bien sabido también que este perspectivismo orteguiano no tiene un carácter relativista, sino que es un perspectivismo de la verdad que afirma que está se da en “aspectos” cuya captación requiere no prescindir del punto de vista personal sino su asunción en un sentido ético existencial radical. La verdad no requiere que hagamos abstracción de lo personal, sino que seamos fieles radicalmente a ello para poder captar el “aspecto” de la verdad que solo nos puede estar dado a nosotros. Aquí se plantea el problema del criterio para poder saber que el “aspecto” de la realidad que nosotros vemos no es ilusión, desvarío o patología. Ortega parece apuntar a un criterio dialógico cuando dice que nuestra verdad perspectivìstica debe servir para la construcción progresiva de la verdad total a través de su unión comunicativa con la verdad perspectivística de los demás. El criterio buscado, en cualquier caso, solo puede tener un carácter pragmatista en sentido cultural: nuestra perspectiva será válida, aún en su parcialidad, si conseguimos hacer de ella “cultura”, es decir, si ocurre de hecho que alcance una influencia reconocida sobre otros, si alcanza la relevancia del reconocimiento por otros individuos que tengan una mínima significación cultural, aunque sean una minoría social.
A diferencia de lo que ocurre en Ortega, en Nietzsche la pretensión de verdad de sus juicios de valor, tan contundentes, está destruida por su propia concepción filosófica primordial, pues su relativismo de “la voluntad de poder”, que culmina en un nihilismo ontológico, en una negación de la objetividad del Ser, hace que todo juicio no sea sino la expresión de una determinada perspectiva no referida intencionalmente a la verdad, sino que es solo uno de los centros inestables y no substanciales en los que provisionalmente se manifiesta y condensa la “voluntad de poder”, donde lo que hay son solo fuerzas en liza por la dominación vital y no referencia a una sustancialidad y objetividad de lo que acaece, que son negadas por Nietzsche. Por esto, puede parecer perfectamente que la última palabra de la filosofía de Nietzsche es un nihilismo ontológico, cuyo carácter polemista está innegablemente concebido según un modelo biologicista de la lucha entre seres vivos, si bien, a diferencia de lo que ocurre en Darwin, lo buscado por las contingencias  de lo existente no es la adaptación al medio, sino el dominio sobre otras contingencias en las que se manifiesta la “voluntad de poder”. Pero con ese biologicismo polemista montado sobre la negación de la objetividad del Ser, los propios juicios de valor de Nietzsche no pueden quedar como pretendida coincidencia con lo real y tampoco como desvelamiento de lo habitualmente oculto, sino solo como medios de una contingencia personal de la “voluntad de poder”, el propio Nietzsche como centro no substancial de fuerzas en busca del poder, para obtener e incrementar su poder y su sensación del mismo, que a su vez incrementa la intensidad vital autosentida de la fuerza que juzga. 
Pero volviendo a Ortega, hay que señalar que a él le preocupó el problema filosófico de fondo de cómo es posible que las verdades atemporales hagan su aparición en la particularidad contingente de las vidas históricas y personales, pero él no negó que existieran estas verdades que, en su vertiente axiológica, permiten juzgar discriminativamente sobre lo humano. Esto se hace patente en un conocido pasaje de “¿Qué es filosofia?”, también otras veces citado, donde se nos dice claramente que existen verdades universales por atemporales ( a las que, siguiendo la concepción “intelectualista” e idealizante del espíritu propia de la metafísica occidental, podamos llamar con este nombre de “espíritu”),pero que el problema está en saber cómo advienen a la vida psicológica históricamente situada del individuo que las descubre y enuncia:

“no cabe, pues, heterogeneidad mayor que la que existe entre el modo de ser atemporales constitutivo de las verdades y el modo de ser temporal del sujeto humano que las descubre, y piensa, conoce o ignora, reitera u olvida. (...) Pero he aquí que un cierto instante una de esas verdades, la ley de la gravitación, se filtra de ese trasmundo al nuestro como aprovechando un poro que se dilata y le deja paso. El ideal meteorito queda proyectado en el intramundo humano e histórico. (...) Pero esa caída y filtración en nuestro mundo de la verdad trasmundana plantea un problema sumamente preciso que, vergonzosamente, está por investigar. El poro cuya abertura aprovecha la verdad para deslizarse no es sino la mente de un hombre. Ahora bien, ¿por qué tal verdad es aprehendida en tal fecha y por tal hombre, si esta, como todas sus hermanas preexiste indiferente al tiempo? ¿por qué no fue pensada antes o después? ¿por qué no fue aprehendida antes o después?”

Este es el problema que preocupó también a Max Scheler en su sociología del conocimiento, que llega a la conclusión de que hay una “impotencia del espíritu” para hacerse presente por sí mismo en la vida fáctica y temporal, si no se dan contingentemente unas condiciones históricas materiales que lo permitan. 
En lo que respecta a Ortega, podemos sacar la conclusión de que él, como burgués clásico comprensivo de lo humano pero no relativista, no cayó nunca en ningún nihilismo anti-espiritual, no negó la existencia de verdades superiores atemporales, de verdades “del espíritu”.
Otra cosa distinta es que Ortega cuando hacía sus juicios de valor estuviera haciendo realmente filosofía y no un ejercicio retórico de exposición de una perspectiva personal no universalizable ni demostrable argumentativamente en su verdad. Sobre cuestiones vitales e histórico-culturales no puede haber filosofía sino solo opinión personal más o menos bien expuesta como para convertirla en opinión relevante culturalmente y que pueda ser iluminadora para otros. Fuera de la validez puramente formal de los principios universales y necesarios, tanto de la razón teórica como de la razón práctica, solo hay opinión personal perspectivística. Ese es el terreno sofístico y retórico de las luchas culturales, de las luchas por la autoafirmación de las propias perspectivas, pero no es el reino de la filosofía. Los contenidos vitales y culturales quedan más allá de la “forma lógica” de la que puede tratar la filosofía. No hay ni dialéctica, ni fenomenología, ni axiología “material” que pueda romper este límite de la filosofía. Al que quiera defender y autoafirmar su visión sobre los contenidos vitales y culturales solo le queda lanzarse al incierto medio de la lucha retórica y sofística. Y si no tiene éxito en ello, solo le queda el refugiarse en una interioridad que se haga fuerte en sus evidencias vitales no comunicables exitosamente pero elevadas a la categoría de verdad personal, de “verdad subjetiva” que constituye el máximo valor de lo que uno es sin realización ni reconocimiento, pero con convencimiento solitario irrenunciable. Kierkegaard podía tener la seguridad de que su valor propio irrenunciable estaba garantizado, en su propia soledad, por Dios. Si no se tiene a Dios, solo se puede tener una soledad orgullosa, que seguramente solo es vanidad y pecado, pero que puede estar a la espera del Dios que la absuelva y al mismo tiempo la ratifique en su “verdad subjetiva” fracasada en el mundo. Para quien cree en Dios, busca a Dios o necesita a Dios, Dios no puede significar otra cosa que la ratificación objetiva, universal y con ultimidad, de lo que él cree y siente, de su “verdad subjetiva” 
Ortega también acierta cuando sitúa el problema moderno de la degradación cultural de la vida cotidiana en su contexto histórico-social concreto y lo explica como resultado de la “rebelión de las masas”, no elevándolo a ese plano ontológico- trascendental en el que lo sitúa Heidegger cuando en su analítica de la existencia de “Ser y Tiempo” convierte la “caída” en un destino universal y necesario de toda existencia humana. Esta descripción “hermenéutico-fenomenológica” de la “caída” que nos ofrece Heidegger no es otra cosa que la descripción del mundo cotidiano de la pequeña burguesía filistea de la modernidad tardía, en la que se produce el dominio vital y cultural de un tipo de hombre valorable como inferior, el hombre- masa. Frente a esta situación, cuya realidad degradada y despreciable se evidencia en la vida para ciertas perspectivas personales de esas que hemos considerado no universalizables pero que dan una verdad personal irrenunciable y que hay que luchar por hacer relevante culturalmente, frente a esta situación, decimos, hay que oponer la posibilidad de una cultura burguesa  clásica que nos saque de la ”inautenticidad” de la existencia sin necesidad de tener que recurrir a una alternativa “ontológica” planteada en términos existenciales tremendistas, que pueden resumirse en un nihilismo decisionista que pretende el ademán de lo heroico frente al presupuesto sinsentido de la vida humana. 
De la discusión sobre esta idea de cultura burguesa clásica, sobre su supuesto carácter “ideológico” y sobre su viabilidad en las actuales condiciones históricas nos ocuparemos en la próxima entrega de este escrito. 






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